lunes, 17 de septiembre de 2018

Cuadernos de viaje I: Músicos que yerran por el cosmos

Hace unos años, ni siquiera sospechábamos que unos amantes de Muse como nosotros, fascinados por los sonidos espaciales y la ciencia ficción, acabarían viajando de un lado a otro con un peculiar set acústico. Quienes ya nos conocen, saben que este formato nos ha traído grandes logros, tales como salir en el programa de televisión Puro Cuatro, ser nominados en los Hollywood Music In Media Awards o actuar en el Ateneo de Madrid ante grandes personalidades del mundo de la comunicación.

No obstante, más allá de la luz ―cálida― de los focos, el acústico nos aporta otro tipo de delicias, más íntimas, más sencillas, relacionadas con la posibilidad de tocar allí donde se nos antoje. El acústico no sólo representa el éxito. También la libertad.

Por eso, la oportunidad de ensayar en un rústico desván, cuyos muebles parecían flotar sobre un lienzo de Van Gogh, nos sedujo demasiado. Nuestro destino se encontraba en Gijón, a hora y media de aquel lugar hechizante, pero preferimos cubrir dicha distancia con tal de alojarnos allí.


Llegamos a la aldea de C… de madrugada. El ámbar de sus dos únicas farolas revelaba una llovizna tenue, como rociada por un difusor. Enseguida, una figura cubierta por un impermeable surgió de entre las sombras de un cobertizo. La acompañaba un perro minúsculo que, sin dudarlo, se refugió bajo el coche de Mar, nuestra cantante, y se quedó profundamente dormido.
―Bienvenidos a C… ―susurró la figura del impermeable, que se reveló como una anciana enigmática, dulce en las intenciones, agria en la entonación de las palabras―. Os enseñaré la casa.
De ninguna manera aceptó nuestras disculpas por presentarnos a aquella hora intempestiva. Su deber era estar disponible para recibirnos y entregarnos las llaves, fueran cuales fueran las circunstancias.

Según avanzábamos por las estancias en penumbra, percibíamos la oscuridad que rodeaba a aquella mujer: no era la negrura profunda que caracteriza a los habitantes de las zonas aisladas, sino una sombra con destellos de luz. Hay una gran canción, «Starlight», que nos evoca ese mismo mundo de sombras súper-luminosas.

A la luz rojiza de una bombilla vimos nuestro ansiado desván, y las escaleras que crujían a cada paso nos condujeron, acto seguido, a un insólito despacho con un viejo piano. En una mesa contigua, se acumulaban grandes carpetas, planos de edificios y cuadernos abiertos con bocetos.

―Será mejor que saquemos ahora las cosas de los coches ―sugirió Javier, nuestro bajista, al final del recorrido, como si el hechizo de aquella vivienda no hubiera conseguido abatir su pragmatismo.
―No será necesario ―replicó nuestra anfitriona―. Ya las tenéis aquí.
Y, al encenderse las lámparas del amplio salón, contemplamos con incredulidad todos los bultos, que habían sido cuidadosamente ordenados en un rincón junto al ventanal.

Organizamos el viaje de manera que, entre la llegada y las actuaciones en Gijón, restase un día y medio. La información que habíamos recopilado previamente sobre la zona nos reveló una buena lista de lugares extraños donde grabarnos en vídeo, tocando, y compartir la experiencia en redes sociales. Así pues, el plan de ese día consistió en recorrerlos todos.

Un camino sinuoso nos hizo dar mil vueltas entre hayedos tupidos hasta llegar a una colina con una ermita. Largos jirones de niebla se enganchaban al edificio ―levantado en el borde mismo de un acantilado― antes de unirse de nuevo a la nube madre. Allí, encaramados a pocos centímetros del abismo, ofrecimos un breve concierto para nuestros seguidores en Instagram.


De placeres como éste hablábamos al principio. Hemos visto grandes escenarios, densas masas de gente guardando un silencio profundo antes de romper a aplaudir; hemos escuchado elogios por parte de personas con mucho poder mediático… y, de repente, estábamos allí, valientes locos, olvidándonos de nuestros queridos Muse y Skunk Anansie para aproximarnos al espacio profundo sin necesidad de distorsiones, sintetizadores cósmicos o cables. La magia consiste en que aquel sonido desnudo, primitivo, nos siguió identificando como Neverend.

En lugar de los murales del Ateneo de Madrid, nos vigilaban unas inscripciones grabadas en los sillares del templete. Ocupando el puesto de los aplausos, oíamos el canto de ciertas aves exóticas, introducidas en el bosque por capricho del ser humano. Sirviéndonos de telón, la niebla frondosa nos envolvía y nos hacía desaparecer bajo su manto. Y aún nos quedaban por visitar muchos rincones como aquel…

domingo, 8 de julio de 2018

El poder de la conciencia colectiva

Viene de: 

En un momento dado, convenimos en que era necesario llamar al misterioso organizador de la gira para cantarle las cuarenta. Con el manos libres puesto, Héctor le detalló cada punto de nuestra delirante historia, sin mostrar enfado alguno. Al terminar, un profundo silencio se hizo al otro lado del cable.
―Mandé un e-mail ―dijo por fin la voz―. Mandé un e-mail a todos los grupos que iban a tocar en esa sala para decirles que el sitio cerraba.
Silencio.
―¿Y no consideró que, dada la inversión que hacen los grupos para desplazarse de una comunidad a otra, hubiera sido más prudente llamar por teléfono? Así se hubiera asegurado de que todo el mundo recibiera el aviso.
De pronto, Javier, que había permanecido todo el rato con los puños apretados, arrancó el teléfono de las manos de nuestro teclista y se encerró en el baño. El fragor de su ira se percibía sordo, como si se hubiera desatado a varios metros bajo la tierra.























―Nuestro «Jabo» tiene la costumbre de decir las cosas tal como son ―explicó Mar al desconcertado anfitrión, que acababa de regresar para cerciorarse de que estuviéramos a gusto.
―Tal vez pueda hacer algo para enfriar el ambiente ―contestó él.
Y, buscando rápidamente en uno de los rincones de antigüedades, el hombre se hizo con un viejo tocadiscos portátil. Puso la aguja sobre los surcos, con gran delicadeza, y ese gesto transformó al joven de barrio que habíamos conocido en una persona infinitamente sofisticada. Sonó la misma canción de Billie Holliday que habíamos escuchado, horas antes, en la radio de la furgoneta.

«Los árboles del sur sostienen extraños frutos: sangre sobre las hojas, sangre en las raíces». Su lamento nos arrebató las entrañas, vaciándonos por dentro del mismo modo que una fiebre alta. Jorge, mirando absorto por la ventana, contempló cómo una mujer de edad avanzada se acercaba a las obras del muro, cargada con un saco. Encaramándose a los escombros, consiguió vaciar el contenido del mismo dentro de la avenida interior: plumas. Plumas blancas y livianas que se extendieron rápidamente por el pavimento de tierra y volaron a gran altura, silueteando los bordes irregulares del paredón parcialmente destruido. Por supuesto, no tardaron en aparecer los agentes de policía.

Con enorme violencia, la bajaron del montículo de escombros, la ocultaron tras sus fornidas figuras y, cuando por fin fue posible volver a ver a la anciana, ésta permanecía en el suelo, esposada, insultando a los agentes con una sonrisa picaresca en los labios.
―Pasa todos los días, desde hace treinta años ―explicó nuestro anfitrión―. Estas pequeñas rebeliones son nuestra única forma de hacernos ver, de no desaparecer.
Abrió entonces la ventana y tomó un puñado de plumas, de entre los cientos de miles que aún flotaban y volaban cada vez más alto. La canción de Billie Holliday acabó justo en ese punto.

Nunca supimos a ciencia cierta cómo fue la conversación entre Javier y la voz telefónica, de cuya existencia jamás volvimos a tener noticia. En medio de una profunda calma, el móvil fue devuelto a nuestro teclista, impoluto, pues el poder de las máquinas reside en que no son capaces de distinguir entre una discusión huracanada y una palabra de ternura.

Salir de fiesta por la noche nos ayudó a olvidar la crudeza con la que el día nos había tratado. Sin embargo, nuevas imágenes de la locura nos asaltaron al rayar el alba. Jorge, que siempre permaneció fiel a su puesto junto a la ventana, contempló cómo una multitud se fue congregando, sombra a sombra, allí donde la anciana había sido arrestada por los agentes. Cada una de las figuras llevaba un saco, posiblemente lleno de plumas, y el silencio que guardaban helaba la sangre. Cuando el silencio se hizo atroz, nuestro guitarrista nos despertó.

―Esto va a acabar mal ―sentenció Javier con su habitual rotundidad―. Si nos vamos ahora, no saldremos mal parados.
Pero la irrupción de nuestro anfitrión frustró cualquier atisbo de fuga. Nos entregó varios sacos, algunos de ellos vacíos, y una estaca con la que habríamos de reventar varias almohadas y abrigos viejos.
―Por favor, uníos a la lucha por un día. Os prometo que será emocionante.
Desde el papel de las paredes, algunas aves del paraíso comenzaron a brillar, iluminadas por los primeros rayos de sol.

En la calle, la multitud colapsaba ya las calles aledañas. Nadie hacía un solo ruido, nadie pronunciaba una palabra, ni siquiera los padres que entregaban bolsas diminutas a sus niños y les explicaban, con gestos, cómo lanzar el plumón cuando llegara el momento.

Y el momento, por supuesto, llegó. Las sirenas de la policía, irritantes, resonaron desde lo profundo del barrio y una misteriosa conciencia colectiva dio la señal de lanzar al aire el contenido de los sacos.
―No os mováis de vuestro sitio ―se oyó aconsejar a varias personas―. No os mováis, peligro de avalancha.
Para entonces, la nada ya se había desatado en el lugar: en la tormenta de satén, desaparecieron los edificios, las aceras, las personas… el muro. Desapareció también el sufrimiento, la angustia por mantener tu vida y tu casa; desapareció la rabia sarcástica de la anciana, que sonrió a los policías que la humillaron. Durante mucho tiempo, todo desapareció bajo la acción repetitiva de agarrar plumas y lanzarlas. Cuando el paisaje urbano volvió a dibujarse, el gentío corrió en todas direcciones, huyendo de los antidisturbios, que avanzaban sobre un manto blanco.

―¿Cuándo se supone que os van a escuchar? ―preguntó Mar a nuestro anfitrión tras reunirnos de nuevo en el hostal.
―A mí me gustaría escucharos antes a vosotros, en directo―respondió él―. Nuestra lucha va para largo, pero la vuestra… He oído la maqueta que me disteis y os veo capaces de romper los esquemas de vuestro arte. Vais a hacer cosas que nunca antes se habían escuchado.

Ésta es la historia de una gira que no tuvo lugar. La gira de un grupo aún principiante en la que aprendimos cosas insólitas y nos enfrentamos cara a cara con ese monstruo intangible que es la frustración. Cuando la torre gótica volvió a desvanecerse en la calima, sentimos que algo importante se nos quedaba atrás. Tal vez un pedazo de nuestras almas siga madrugando todos los días para luchar contra el muro, para evitar la destrucción de su barrio, para no desaparecer en el rumor interminable de las obras.


sábado, 2 de junio de 2018

Atrapados por el muro de la vergüenza

Una torre gótica emergió de pronto entre la calima. Las líneas de palmeras, los apartamentos y los demás objetos del paisaje no eran sino fantasmas, dibujados al carboncillo sobre un lienzo de arena.

Vinimos a esta ciudad con la intención de dar un concierto. La inexperiencia ―porque esto ocurrió hace mucho tiempo― nos llevó a confiar nuestra gira a una voz telefónica. A su dueño jamás le estrechamos la mano, ni tampoco le miramos a los ojos para tratar de adivinar un gesto de engaño o una muestra de honestidad. Su existencia era tan difusa como cualquiera de los frutales aparecidos a ambos lados del asfalto.


Según tomamos las primeras calles del extrarradio, nuevas estructuras comenzaron a inquietarnos: dos altos y extensos muros a medio construir delimitaban un espacio interior, algo así como una amplia avenida, de la que a duras penas se divisaba algo. Las indicaciones del GPS nos fueron acercando cada vez más a uno de estos muros, que amenazaban con despojar de su espacio vital a los pisos de las inmediaciones.

―Parece que ha habido una batalla campal ―exclamó Javier, nuestro bajista, con esa solemnidad que le sale a veces.
La causa de su comentario se hallaba en los escombros, que a veces crujían bajo las ruedas de nuestra furgoneta; también en los muebles viejos utilizados para alzar barricadas, los pedazos de hormigón derribados a golpe de maza, la desnudez de las mallas metálicas, retorcidas por la rabia de muchos seres humanos. ¿Qué clase de vacío pretendían proteger aquellos muros? Los tramos destruidos apenas dejaban ver algo del otro lado, acaso una larga lengua de tierra recién apisonada que avanzaba desde los campos hacia el centro de la ciudad. 

Jorge condujo cada vez más despacio. Desde la radio, Billie Holliday nos interpretó su «Strange Fruit» con amargura, como echando un manto negruzco sobre la devastación que nos rodeaba. Ya que el muro y los bloques de viviendas no estaban trazados en paralelo, el ángulo resultante acabó por engullir la calle. La vía se hizo tan estrecha que era imposible continuar el trayecto en furgoneta.
―¿Y el número 21? ―se preguntó Mar, descendiendo del vehículo y caminando hacia el último portal―. ¡Éste es el 17!

La calle continuaba, efectivamente, en forma de angosto corredor. Los vecinos de esta parte de la vía estarían condenados a vivir en penumbra, sepultados por un muro que podrían tocar desde sus terrazas, sin apenas extender el brazo. David, curioso, se adentró en este tramo, y vio los portales, la acera, una porción de la antigua calzada interrumpida abruptamente por la pared de hormigón; vio también a una niña que mecía a un hurón entre sus brazos. Al notar la presencia de un desconocido, el animal se precipitó al asfalto y persiguió a nuestro batería durante algunos metros. Pero su periplo no terminó ahí.

Cuando regresó con nosotros, se encontró con que unos policías nos estaban increpando.
―¿Por qué han accedido al corredor? ¡No pueden acceder al corredor sin autorización!
―Buscamos una sala de conciertos…
―¡No hay salas de conciertos! ¿No lo han entendido? Está prohibido estar aquí…

Y, entonces, repararon los guardias en la indumentaria de David, con su gabardina de cuero negro y sus cadenas. Sin más dilación, pretendían llevárselo a comisaría, convencidos de que aquellas «armas» podrían utilizarse para destruir las instalaciones. Con toda la soberbia del mundo habrían conseguido su propósito si no fuera por la intervención de un hombre minúsculo, de apariencia andrógina y genio desatado, que salió del portal número 15 para discutir con ellos. Lo retuvieron, miraron su documentación con escrúpulo, intentaron ponerle agresivo con tal de tener una excusa para arrestarlo. Nada. La bravura inicial se hizo hielo, de modo que los hastiados agentes acabaron por comunicarle una denuncia; una más ―luego lo sabríamos― de la más kafkiana de las colecciones.

El cálido abrazo que quisimos dar a ese hombre por su ayuda se vio truncado por una sola frase, llena de sequedad.
―La sala de conciertos cerró.
Su aparente antipatía no impidió, sin embargo, que nos condujera a una pequeña pensión, regentada por él mismo, donde nos alojaríamos aquella noche.
―Hemos reservado en otro hotel, dos calles más arriba…
―Ese hotel ya no existe. Ni tampoco las dos calles.

Mientras aquel hombre nos contaba la historia de los muros, de su devastador avance y de la ignota avenida interior, fuimos conducidos a través de escaleras y pasillos llenos de antigüedades. Los objetos más insólitos se apilaban en cada rincón… Un teléfono de tubos, un balancín de madera con forma de caballo o una enorme muñeca vestida de satén con la que el bisabuelo de nuestro anfitrión habría jugado sin temor al qué dirán, ya que «en otro tiempo, los juguetes eran un bien escaso y no te quedaba más remedio que valorar lo que tenías».

Nos instalamos ligeramente hacinados en una habitación de cinco camas. Desde el papel grana y dorado de las paredes, unas maltrechas aves del paraíso parecían esperar la noche para salir del estampado y perturbar nuestros sueños. Todo estaba ligeramente ennegrecido, pero no por la mugre, sino por el tiempo.

En un momento dado, convenimos en que era necesario llamar al misterioso organizador de la gira para cantarle las cuarenta. Con el manos libres puesto, Héctor le detalló cada punto de nuestra delirante historia, sin mostrar enfado alguno. Al terminar, un profundo silencio se hizo al otro lado de la línea.

Continuará...


Elementos del fotomontaje:

1. Mar Souan:  © Clara Paradinas
2. Catedral de Colonia:  © pxhere.com

sábado, 5 de mayo de 2018

Cuando el alma se aterra en secreto

Nuestro regreso a Radio Utopía nos aportó algunas reflexiones sobre la deshumanización. Habíamos atravesado las calles desiertas de San Sebastián de los Reyes. Habíamos sorteado los monstruos de vidrio con que sus barrios de industria y oficinas desafían a la noche opaca. De la nieve de los parques emergimos para adentrarnos en una nave de pasillos eternos. Siempre los mismos muros de blanco nuclear, siempre un puñado de siglas en cada puerta: cada corredor desemboca en mitad de otro, multiplicando por dos, por cuatro y por treinta y seis la indecisión del visitante. Tan sólo una placa rompe con la monotonía de las siglas:

RADIO UTOPÍA

Javi G. Carballal y Nuri Jané nos abren enseguida. Ellos son los responsables del programa «Metal Korner», si bien lo que nosotros les llevábamos no tenía mucho que ver con el Metal. Como es habitual, habíamos recurrido a nuestro formato de voz, guitarra acústica y clarinete, para erigirnos en una suerte de trovadores futuristas. Extraviados en la modernidad más gélida, estos trovadores han decidido seguir cantando sus gestas, envolviéndolas en un manto de sueños opresivos, aquellos que te hacen encarar el mundo con la dosis justa de pesimismo.


El diálogo que se desata entre canción y canción nos llena por dentro. Mar es la portavoz de nuestras reivindicaciones. Javi Carballal, por su parte, demuestra ser un gran conversador, que entiende nuestros miedos y los pone en común con los de toda una generación de músicos que clama por ser escuchada. Desde el maremágnum de fotos que puebla parte de las paredes, los rostros de esta generación nos observan.

―Quizás algún día, Jordi Évole grabe su programa en una fábrica donde ensamblen a los músicos en una cadena de montaje ―evoca Javier con sorna, y también con desesperanza.
La imagen nos da vueltas en la cabeza. Su crudeza nos hace reflexionar sobre nuestro papel en la industria y aún perdura cuando, tras despedirnos de Javi y Nuri, el calor de su trato desaparece al otro lado de la puerta. Ambos son personas comprometidas. Si ven que tu proyecto se ha quedado tirado en la carretera, no dudarán en adentrarse contigo en los entresijos del capó.

Ahora ya sólo nos quedan el temor y el frío de los pasillos, que siempre desembocan en mitad de otros pasillos más largos y multiplican por dos el número de decisiones a tomar. Parece que nos halláramos en una fortaleza mitológica, destinada a evidenciar lo absurdo de la existencia.

En algún momento, tenemos la sensación de llegar al corazón del laberinto. Las tinieblas nos desorientan, el temor al Minotauro se presiente en nuestras pieles, pero las estancias vacías nos hacen advertir que, en un laberinto moderno, la presencia de un monstruo es completamente ineficaz. Allí donde los requerimientos administrativos te hacen ir de ventanilla en ventanilla, en busca de sellos y formularios que justifiquen otros formularios; allí donde el universo de Kafka cobra la forma de un sueño tan real que da escalofríos; allí, la presencia del vigilante absoluto pierde todo su sentido, porque el monstruo es el propio laberinto: sus despachos, sus cámaras de vídeo, cada una de las almas que cobran, compulsan papeles y mantienen la rueda en movimiento.

Un hombre que despide un fuerte olor a menta tropieza con nosotros en un recodo. Sabemos que es casi ciego porque sus dedos no se separan de la pared y sus ojos grises parecen mirar al cielo, sin fervor.
―¿Se ha perdido? ―pregunta Mar, justo antes de tomar conciencia de lo absurdo de la cuestión. Detrás de ella, nuestro bajista niega con la cabeza.
―Yo trabajo aquí ―responden el hombre y su fragancia―. Este complejo nunca cierra.

Tras mucho vagar por los corredores, el frío cortante nos avisa de que la salida está próxima. Qué alivio. De nuevo, el asfalto crujiente de nieve, la brisa bufando en los oídos, el silencio que, pese a ser medianoche, se nos hace extraño en un área urbana como ésta. Un crepitar lejano nos hace acelerar el paso de regreso a los coches. Movidos por una suerte de curiosidad imprudente, esperamos dentro de los vehículos, con el motor apagado, a que el crepitar se aproxime hasta ensordecernos. Cascos de caballos sobre el asfalto.

Caballos zaínos y de blanco satén, caballos también de matices cenicientos, pero en ningún caso de color rojizo o parduzco, trotan por parques y avenidas, pisoteando los aloes mustios de las acequias o deteniéndose a mirar su imagen reflejada en las lunas de los automóviles. Forman una multitud lenta y vaporosa, que nos transmite sentimientos complejos de expresar: nos invade una suerte de pavor sutil, y en el centro de ese pavor se fragua la calma. La calma es placentera a la par que melancólica.


Cuando arrancamos los coches e intentamos circular, algunos equinos parten al galope y contagian su sobresalto al resto. La delicadeza con la que conducimos a través del bulevar es insólita en nosotros, pues no nos queda más remedio que acompañar a estos animales en fuga.

Ya que en la mente de las personas siempre queda el impulso de aferrarse a la cotidianidad, de buscar el sentido a los sucesos por extraños que estos sean, no podemos evitar el gesto sencillo de encender la radio y explorar el dial hasta dar con una noticia que justifique la multitud de caballos a nuestro alrededor. Durante horas y días lo hemos intentando en vano. Aquella noche, tras fatigar las ondas sin encontrar una respuesta, Jorge dejó sonar un descarnado blues mientras veía a los últimos caballos desaparecer tras una torre acristalada. Mar, por su parte, tropezó con la voz de Dolores O’Riordan y sintió, de manera aún más intensa, la calma compleja que hemos tratado de explicar antes.

En Neverend conocemos bien nuestra capacidad de atraer oráculos, de detectar a personas y sucesos enigmáticos que, de alguna forma, nos aconsejan sobre el camino que debemos tomar para no precipitarnos al abismo. Si la masa de caballos constituye uno de esos indicios, no podemos hacer otra cosa que rendirnos ante lo intrincado de la metáfora. Tal vez el futuro nos ayude a descifrar, acaso parcialmente, la incógnita. O tal vez para entonces ya sea demasiado tarde. Por el momento, tan sólo podemos permanecer atentos a nuevos oráculos, pensar en las miradas de aquellos animales solemnes cuando la adversidad intente extraviarnos en su laberinto y despreciar ese refrán que dice: «una imagen vale más que mil palabras». Para nosotros, cinco palabras nítidas valen más que una imagen oscura.


Imágenes:

1. © Javier Gómez

2. Montaje
Fotografía de Neverend: © Clara Paradinas
Rascacielos: © matthewrivett.blogspot.com
Caballos: © bestfon.info


martes, 10 de abril de 2018

Oráculos II: El último peldaño de la infancia

Viene de:
Oráculos I: el desafío del jardín geométrico

A través del jardín geométrico, deshacía su andadura la pequeña Mar Souan. No llevaba el animal musical en sus brazos. Como todas las decisiones acertadas, la suya sabía amarga al principio y llenaba su alma de inseguridades. Anhelaba el calor de la criatura, su tupido pelaje bajo los dedos.

La irrupción de una lluvia fina sacó a Mar de sus cavilaciones. Advirtió de pronto que la penumbra envolvía los tilos e intuyó ―creyó intuir― que, en alguna opulenta estancia, profesores y compañeros de clase vivirían momentos de angustia por no encontrar a la niña perdida. Tal vez su nueva vocación estaba a punto de naufragar ya desde el principio, sólo por aquel acto irresponsable que bien podría acarrearle la expulsión del coro.


Casi sin aliento, subió Mar por la escalera de mármol. Cabría pensar que al final de la misma encontraría el grueso acceso al vestíbulo, las ventanas con losanges de colores, el clásico mayordomo de cine ―y esto ya es un cliché― que, con rancio acento, entonaría:
     ―Gracias a Dios, ha aparecido.
     Sin embargo, el último peldaño nos hace viajar con Mar en el tiempo. La escalera termina en un escenario donde los demás miembros de Neverend ocupan ya sus puestos. Han pasado quince años en un suspiro y, por primera vez, cumplimos el ritual de juntar nuestros cinco puños antes de lanzarnos a las tablas. Desde entonces, la ceremonia se ha repetido mil veces, siempre con el alma henchida de inquietudes, siempre con la misma frase de Javier, obscena pero entrañable.

Cada vez que una banda emerge de la materia oscura, un panorama de angostas salas y sombríos suburbios se desvela ante la misma. Es el circuito inicial, cuyos escenarios ―en caso de haberlos― albergarán sus primeros pasos. Para nosotros, fue una experiencia inquietante debutar en un espacio semejante a un gran tablero de ajedrez: desde la pista, losas negras y blancas nos retaban a defender nuestra propuesta, ya fuera como peones, como reyes… o encaramados quizás en lo alto de una torre.

     ―Hace tiempo se despertó una bestia de un sueño de eternidad ―con estas palabras, arrancó el reto en vivo. Obligado es advertir que no se trata de una frase traducida: efectivamente, el español fue el idioma de nuestras primeras letras.

Más singular que la idiosincrasia de estos locales suburbanos, es una parte del público que a ellos acude. Por detrás del muro formado por tus amigos y familiares, surgen las figuras de seres solitarios, de actrices y actores de barrio, de reputados críticos callejeros y eruditos proletarios, siempre deseosos de caer en la noche y abrazar sus múltiples peligros. Alguno de ellos se ha colado en el backstage para aconsejarte:
     ―Yo estuve donde ahora estás tú ―te dice, y entonces te fijas en las manchas de grasa de motor que aún se adhieren a sus dedos.
    ―Los mismísimos Sonic Youth… ―el erudito te ha invitado a una copa―. Incluso los mismísimos Sonic Youth, que dinamitan los esquemas clásicos de melodía y armonía, mantienen la parte rítmica de la batería, porque ese lado primitivo del corazón humano no concibe un mundo sin ritmo.
     Es posible que un tercer personaje se acerque, hurgue en la conversación y se marche, poco después, sin pagar lo que ha bebido.

Fue al concluir ese primer concierto cuando Mar tuvo una segunda revelación. Aun hallándose de espaldas y a punto de abandonar el local, reconoció nuestra cantante al oráculo, la mujer de edad inestimable, la de las grises hebras de cabello. Movida por una inquietud muy antigua, cuyo recuerdo había casi desaparecido, corrió Mar a su encuentro.
     ―Veo que has tratado bien al otro animal, al que de verdad sabías educar ―pronunció la mujer después de girarse.

Nadie podría referir a ciencia cierta la breve conversación que mantuvieron Mar y aquella sabia enigmática, de cuyas ropas aún se desprendía una esencia de tierra húmeda. Los demás integrantes de Neverend presenciamos tan sólo el acertijo final:
     ―Vais a lograr grandes cosas, pero no será en este idioma.
   Su atuendo de trabajo, la luz turbia y un cuadro donde constaban, en forma de árbol genealógico, las distintas corrientes del arte abstracto, otorgaron un dramatismo innecesario a aquella frase, de modo que en el grupo pensamos que se trataba de uno de tantos personajes vacíos que vagan por los extrarradios, en busca de reconocimiento. Sin embargo, algo cambió en nuestro parecer cuando Mar trató de seguir, en vano, a su interlocutora.

Una vez más, la sublime pastora se había esfumado. Nuestra vocalista permaneció largos minutos en la calle, escrutando cada esquina, dejándose hipnotizar por el gruñido de máquinas que aún funcionaban en lo profundo de una fábrica. Bajo los cipreses de una glorieta creyó ver una hilera de pavos reales y sólo volvió en sí cuando una lluvia fina le humedeció el cabello, que por aquel entonces era negro.

domingo, 4 de marzo de 2018

Oráculos I: El desafío del jardín geométrico

De aquel colegio se decía que era una burbuja británica en medio de Madrid. Allí, la pequeña Mar Souan fue preguntada por Shakespeare antes que por Cervantes y aprendió solfeo dentro de los estándares ingleses. A la hora de escoger instrumento, se decantó por el violín, tal vez por seguir los pasos de su abuelo, porque, quizás algún día, ella también llevaría las obras de los grandes compositores de ateneo en ateneo. 

Pero el idilio duró poco. Aquel aparato, tan bello y tan preciso, era como un animalito indomable que huía de los brazos de su ama, ponía el aula patas arriba y, trepando a lo alto de las estanterías, emitía un lamento punzante. Mar sentía contra su cuello el latir de aquel corazón diminuto, completamente ajeno, y se hastiaba al comprender que el pulso del animal musical jamás se correspondería con el pulso de la intérprete.

La inscripción en el coro escolar cambió las cosas. Esta vez, el instrumento se hallaba perfectamente integrado dentro de su cuerpo, obligado por ley natural a seguir los latidos del propio corazón, sin rebeliones, sin zarpazos, sin quejidos.

El coro dio a Mar la oportunidad de visitar Reino Unido y actuar en público. Fue en casa de un distinguido caballero británico donde un presagio misterioso precedió al concierto. Tanto para los profesores como para los demás niños, la velada transcurrió dentro de esa lánguida normalidad de la alta sociedad inglesa. Sin embargo, para la futura cantante de Neverend hubo una pequeña variación, una anécdota de esas que se olvidan y resurgen en la memoria mucho tiempo después, cargadas de significado.

Atraídas por los setos con formas de animales, la niña y su voz se adentraron en lo profundo del jardín, desafiando la estricta vigilancia de los adultos. Había algo angustioso en aquel lugar, algo que no tenía que ver con sus simetrías, sus galerías opresivas o los tilos a cuyos pies no yacía pétalo alguno, pues todo residuo natural era inmediatamente retirado por el personal de la finca. Al fin y al cabo, la pequeña Mar disfrutaba con aquel mundo perfeccionado de la misma manera que disfrutaría después con la realidad mejorada de los videojuegos, mucho más atractiva que la cotidiana. Cuántas veces envidiaría a esos héroes y heroínas virtuales por su capacidad de recorrer enormes distancias de un solo salto, de altura en altura, sin miedo a caer.

De pronto, allí donde las formas geométricas se interrumpen, Mar se topa con alguien. Es una mujer de edad inestimable, vestida con ropa de trabajo, que huele como los árboles cargados de lluvia y como la hojarasca sorprendida por el chaparrón. Así era la esencia primitiva del mundo antes de que los perfumes sintéticos cambiaran nuestra forma de percibir los olores. Su mirada gris, profunda, se encarga de vigilar a media docena de pavos reales que, dispersos por la pradera, la llenan con sus chillidos y sus plumas de azul intenso.

―¿Te has perdido? ―pregunta la mujer. Su voz es solemne, alejada del empalago con el que normalmente hablamos a los niños.
Mar guarda silencio, o tal vez responde algo que ella misma no recuerda. En algún punto de la breve conversación, la mujer muestra a nuestra cantante un pequeño animalito que ha guardado todo el rato en su regazo.
―¿Quieres tenerlo tú un momento? Pero ten cuidado, no se despierte.
A pesar de no haberlo visto nunca con sus propios ojos, la niña reconoce enseguida el alma del animal musical. Ese animal rebelde que se ocultaba en su violín, que dificultaba su aprendizaje y latía a un ritmo distinto al del corazón de la intérprete.
―Yo quería tocar el violín, pero él no me dejaba ―se quejó Mar, sintiendo rabia y a la vez cariño hacia la criatura.

Resulta complejo imaginar a una niña explicando, en sus propias palabras, la voluntad de plantearse un objetivo difícil y el miedo a fracasar en él, así como la sensación de decepcionar a sus allegados cada vez que el desafío no llega a buen puerto. Mar se las apañó para hacerlo.
―Mar, ¿tú disfrutabas con el reto que te habías impuesto?
Silencio.
―A mí me parece, Mar, que nunca te has dado por vencida, y eso es muy bueno. Es verdad, has dejado un reto que no te apasionaba, pero no pasa nada. ¿Acaso no ves que has escogido uno mucho mayor, uno en el que tienes muchas más posibilidades de superarte?
Ante la mirada perpleja de nuestra cantante, esta mujer elocuente, poseedora de la más extraña de las sabidurías, se aparta dos hebras de cabello gris que el viento ha colocado sobre su rostro, y lanza, cual oráculo, su sentencia:
―Mar: estás destinada a lograr grandes cosas. Pero no será con el violín. Será con tu voz.

No del todo contenta con lo que esta frase le depara, la futura vocalista de Neverend pregunta si puede quedarse con la criatura, con el pequeño animal musical que aún duerme entre sus brazos. La mujer responde con una nueva pregunta, una pregunta muda, que camufla en su mirada sin llegar a expresarla con palabras. Acto seguido, llama a los pavos reales con un silbido sordo y, mientras las aves se colocan en fila india detrás de su pastora, vuelve ésta a lanzar la misma pregunta. Esta vez, sí lo hace con los labios.
―Puedes llevártelo si quieres. Pero… ¿crees que es lo mejor para ti?

Una descomunal indecisión envuelve de pronto a Mar. Adoptar o no adoptar a aquella misteriosa mascota podría parecer una disyuntiva muy simple, pero entrañaba hondas consecuencias en el camino de su vida. Desde el plumaje de los pavos reales, decenas de ojos la miraban, impacientes. La pastora, en cambio, miraba hacia el horizonte, tranquila, como si ya conociese la elección que la niña estaba a punto de tomar…

viernes, 2 de febrero de 2018

Basik Sessions: confesiones de una banda que se fundió con su público

Hemos asistido a ponencias en los lugares más extraños. El ático de la torre acristalada, allí donde se rompía la madrileña coraza de niebla, fue un escenario especialmente cotidiano si lo comparamos con el jardín interior o la nave industrial cuyo único contenido consistía en una mesa de oficina y unos pupitres que parecían flotar en el vacío.

En la torre acristalada, como decíamos, fuimos educados en el funcionamiento maquiavélico de las redes sociales antes de presenciar, perplejos, la transformación del espacio en una mesa de lutier. Una mujer de pálidas manos desmembraba los cuerpos yacientes de guitarras. Con su voz sombría, con un discurso quirúrgico que pausaba a cada momento, desafió el ideal de pulcritud que con tanta vehemencia se persigue en los ambientes corporativos.

―Atento a la ventana ―le murmura Mar a Jorge en algún momento del taller. Molesto por verse distraído de tan jugoso simposio, Jorge alza la vista y lo ve: hay una sombra, un funambulista cruzando de un edificio a otro sobre un hilo invisible. Ropa de trabajo, pantalones de mil bolsillos; paños, unos grasientos y otros relucientes, le cuelgan por doquier.
―Está limpiando las ventanas, ¿qué tiene de especial? ―responde nuestro guitarrista, que se zambulle de nuevo en el paisaje de mástiles y cajas de resonancia.
―No es momento para tonterías ―sentencia Javier al final de la clase, cuando le explicamos lo que se ha perdido por sentarse de espaldas al ventanal. Instintivamente, ha lanzado una mirada a los vidrios, donde ya sólo se ve un sol gélido, ocultándose tras las siluetas del Sistema Central.

Es en este momento cuando nos presentan a Aurora, el nuevo contacto de prensa de Top Artist Promotion. Aurora posee una capacidad extraordinaria para aferrarse a la tierra y hacer que los artistas, tan propensos a los vuelos extrasolares, desciendan con ella. Armada con una tenacidad ilimitada, nos va a abrir las puertas de medios insospechados y va a procurar que los más exigentes se apasionen con nuestro proyecto.

Gracias a ella, conocimos a Fernandisco, el mítico locutor de los Cuarenta Principales; a través de su mediación, Curro Castillo nos abrió las puertas de Onda Madrid, y también su coraje nos llevó a Radio Nacional de España, que nos hizo partícipes de un delirante programa en los jardines del Museo Lázaro Galdiano.



Uno de sus logros más originales tuvo lugar el pasado 17 de Noviembre en el barrio de La Latina, donde conviven el hermético convento y el ateo convencido, el corazón ávido de cultura y la piel de gastados ladrillos, asomando por la cal quebrada. Así como el metro de Moscú está henchido de la suntuosidad de otro tiempo, el antiguo Palacio del Duque de Alba ofrece, a emprendedores y artistas, un espacio de creación entre las cenizas del antiguo régimen.

TeamLabs es el nombre de la plataforma alojada entre los muros y Rock Alive la agencia que contó con nuestro acústico en una de sus Basik Sessions. Horas antes de la actuación, ya nos encontrábamos allí, montando el set en una estancia distinta, vigilados de cerca por cámaras de vídeo y focos y rostros concentrados en diminutas pantallas. Un minimalismo de colores vivos contrasta con las techumbres de madera tallada, la desolación de los muebles de caoba, los sillones de terciopelo: contagiados de esta poesía extraña, nuestros tres mejores temas se grabaron en vídeo. Si echáis un vistazo a las redes de Basik Sessions, podréis haceros una idea de lo singular que es esta experiencia.

Lo mejor de la velada estaba por llegar. Con asombro, veíamos el gran salón donde íbamos a tocar, sin escenario, sin micrófonos, pues tan nítida era la acústica del lugar. Sólo un sofá y unas banquetas sobre el crujiente parqué nos planteaban el desafío de enfrentarnos cara a cara con el público. Un público que, discurriendo como una corriente de agua, acabó por llenar la sala hasta el abarrotamiento.

Para entonces, nosotros ya habíamos tomado contacto con los otros dos proyectos que actuarían esa noche: 

1. El folk del norteamericano Burt Byler tiene ese sabor agrio de quien lucha contra lo establecido. Canciones arrojadas sobre la arena, abrasadas al sol, tañidas por un hombre de trato cálido y atento. Su aspecto campestre, con la barba tupida y el sombrero de ala ancha, contrasta con cierta dulzura en la mirada.

2. Caña y media aportaron el toque festivo a la velada. Por mucho que algunas de sus canciones partieran de una situación amarga, la alegría desbocada no tardaba en llegar. Las palmas, el movimiento de los cuerpos, las sonrisas… Era imposible no contagiarse.

Llega entonces nuestro turno. Héctor hace un pequeño ajuste en el cuerpo de su clarinete, Mar intenta acercarse al micrófono y advierte, en ausencia del mismo, que sólo ha hecho un gesto en el aire. Sobre nuestras cabezas, el dios Baco bebe y delira rodeado de querubines. No parece percatarse de las grietas, del deterioro inevitable del fresco que amenaza con borrarle del Olimpo.

Jor’a, Unavoidable, The Wheel, Disappointing You… En cada una de ellas, sentimos la respiración del público, un latido agitado, el golpe de un talón sobresaltado por el estallido ―repentino― de alguna de las canciones. Alguien de la segunda fila utiliza un perfume agridulce que deja un rastro de selva en la garganta. Los aplausos nos demuestran el compromiso de este público agradecido, que no conversa en baja voz, que ni siquiera comparte una palabra susurrada con el amigo de al lado, tan sólo parece mantener la respiración y dejarse llevar por este hechizo tan nuestro.





―¿Por qué no os he oído todavía en Radio 3? ―nos pregunta un fan al final de la actuación.
A veces, es tan sólo una cuestión de tiempo o quizás de hacer el ruido suficiente. No obstante, aprovechamos para hablarle de nuestra experiencia con Radio Nacional en el Museo Lázaro Galdiano; también de la colección de pinturas de El Bosco que la institución alberga y de cómo paraíso e infierno pueden fundirse en un tríptico aterrador.

En algún momento, cuando ya nos hemos despedido del personal de Rock Alive, Mar divisa al trasluz de un pasillo una silueta familiar. Nuestra cantante recuerda su edad inestimable, sus fuertes cabellos, salpicados aquí y allá de finas hebras grises. Sintiendo el galopar de su pulso, Mar se lanza a seguirla. Quiere pararla y hablar con ella después de tanto tiempo, pero la figura no parece darse cuenta. Angostos corredores, que hasta ese momento no parecían estar allí, son testigos de lo que prácticamente es una persecución. Una esquina, un descansillo de luz agónica, jambas con relieves intrincados, un umbral y el aire frío de la calle. Mar está a punto de alcanzarla. Es tan sólo cuestión de bajar un escalón y…

martes, 16 de enero de 2018

TAP Music Awards: la gala a la que los fabricantes de hits no querían que fueses

¿Te imaginas que un día te dicen que todo cuanto has hecho por encontrarte a ti mismo, haciendo lo que amas, no sirve para nada? Porque en el mundo ya está todo inventado y, si quieres ser original, nadie te va a escuchar. 

El veneno del pensamiento conformista se manifiesta en frases como éstas. Sus efectos son especialmente nocivos en personas que se dejan llevar fácilmente por la banalidad de las modas, que sienten miedo de ser censurados si leen, ven o escuchan algo que no se encuentre en primera línea de actualidad. Cuántos artistas, dándose por vencidos, habrán hecho caso a los consejos de estas mentes dormidas para confirmar, al cabo del tiempo, que el miedo al fracaso es la vía más directa al fracaso mismo.


Desde hace algunos años, hemos ido conociendo a otras bandas y artistas que, como nosotros, se han mantenido firmes ante aquellas voces que nos aconsejaban no destacar entre la multitud. A razón de seguir nuestro propio código, hemos juntado fuerzas, coincidiendo a veces en el mismo sello discográfico o siendo representados por el mismo mánager. Así, unidos en un sólido carcaj, los que parecíamos frágiles flechas hemos impedido que las fuerzas del conservadurismo nos dobleguen, logrando, incluso, que nos vean como creatividades hostiles.

Los años de resistencia han acabado por dar su fruto. De pronto, medios de gran envergadura como Mediaset, Radio Nacional de España o Telemadrid se han interesado por nuestro trabajo, abriéndonos una ventana allí donde antes veíamos un muro infranqueable.

No es un capricho del destino que varias flechas del carcaj de Top Artist Promotion nos uniéramos otra vez para ofreceros el concierto del año. El evento organizado en la madrileña sala Copérnico, el pasado 11 de Noviembre, pretendía, por un lado, festejar las posiciones ganadas en nuestra batalla y, por otro, conquistar nuevos emplazamientos en la memoria colectiva.


Contrabanda, La ley de Mantua, Sin y Neverend… caras conocidas que el cartel había reunido en un punto crucial de su carrera: aquél en el que sales al frente y te das cuenta de que has perdido el miedo. Porque perder el miedo no es tan fácil. En los puestos de vanguardia, hay cristales de hielo que se clavan en la piel a cada estallido de artillería, los territorios hostiles se hermetizan con un velo de afilado alambre y las tempestades se adhieren a lo profundo de tus huesos. Siempre habrá censores dispuestos a dispararte, heraldos que inventan noticias sobre tu muerte, y, desde la seguridad de retaguardia, oirás voces que proclaman la facilidad con que ellas mismas crearían una música igual o mejor que la tuya. Convivir en el páramo con tales fantasmas es una experiencia aterradora. Y no nos avergüenza reconocerlo: hemos sentido miedo.

Bajo un cielo sucio, cercado en angostas galerías por las casonas del barrio de Argüelles, esperábamos a que la Copérnico nos abriera su puerta trasera para entrar con los equipos. Nuestra conversación languidecía en ráfagas de olor a vino agrio y, de haber estado atentos, hubiéramos reparado en las figuras que Kepa, nuestro técnico de sonido, era capaz de hacer con el humo de su purito: copos de nieve, trastes, cuerdas, conectores… Su respeto por los no fumadores, sin embargo, lo llevó a apartarse discretamente y disfrutar para sí de esta sublime habilidad.

La llegada paulatina de nuestros compañeros de cartel envolvió la calle en un denso murmullo. Así como un acople de micrófono se incrementa hasta el dolor, la letanía fue hinchándose para estallar en alboroto: un alboroto festivo que ni siquiera la apertura del portón logró aplacar.

Por la escalera ennegrecida bajaron las voces, desde la calle hasta el corazón de la sala. Algunos nos llegamos a preguntar por qué la primera vez que descendimos, el acceso parecía estrecho y retorcido, y las siguientes veces, se nos fue antojando más amplio, más luminoso.
―Hoy día, somos muchas las salas que contamos con este sistema ―respondió un encargado cuando le preguntamos por el fenómeno―. El laberinto se desplaza y cambia la configuración de los pasillos.
Lo sorprendente de la respuesta hizo que a Jorge se le cayera una púa con la que distraía sus dedos nerviosos.

Ya sabéis que los montajes y las pruebas de sonido son algo muy rutinario. Cuando hay mucha gente transportando bultos, moviendo equipos, conectando y desconectando, suelen surgir roces, nerviosismo, pequeñas discusiones… Lorenzo, organizador del evento y mánager de casi todas las bandas, se mostró hábil en detectar esos hilos de tensión que amenazaban con enhebrarse. De pronto, se presentaba con una copa de vino o una bebida energética y sugería:
―Chicos, sed pro-activos ―pero su calidez no estaba exenta de un cierto apremio, de un tener los pies en la tierra.

En medio del tumulto, Kepa permanecía imperturbable. Envolviéndose en un profundo manto de calma, se puso a los mandos de la nave durante la prueba de sonido. Un timón ornamental lo vigilaba a pocos metros, pues todo aquel que haya visitado la Copérnico recordará el espacio decorado al estilo de un barco de antaño. 
―Habéis sonado mejor que nunca ―nos confirmarían varios seguidores después de la actuación.

Casi sin darnos cuenta, la noche se nos echa encima. El resplandor turbio de la sala se transforma en una atmósfera oceánica, viva, como si el fondo del mar se extendiese sobre nuestras cabezas sin tocarnos. Desde la penumbra del backstage, te atrapa el hambre de escenario, la pulsión de saltar sobre esas tablas y dejarte llevar por el devenir de las aguas. Ayudada por David y Héctor, Mar se desliza dentro del outfit a rayas blancas y negras que algunos medios, presentes en la sala, mentaron con admiración en sus críticas.

Y ya no queda tiempo. Estamos delante del público, encarando el apocalipsis con esperanza, defendiendo el derecho a aislarnos del mundo cuando éste nos oprime demasiado, describiendo la noche de terrores y abriendo un pasadizo luminoso por el que escapar de la misma.

Tampoco faltan los elementos clave de la batalla. Nos hemos enfrentado a ellos tantas veces… Pese a la distorsión de la guitarra, oímos los disparos desde las líneas enemigas. Javier construye un muro con cuatro cuerdas de acero; Mar dibuja una valla electrificada con los dedos, que se agitan con expresividad durante la puesta en escena de «The Wheel»; una afilada nevada azota el escenario y deja copos de metralla en nuestro pelo.


En algún momento de la contienda, el periodista Curro Castillo se ha acercado a Lorenzo para afirmar: 
―Esta banda es un auténtico filón. Si continúan trabajando así de bien, conseguirán traspasar todas las fronteras que se propongan.
Curro nos ha acogido numerosas veces en los estudios de Onda Madrid. Siempre que lo visitamos, nos recibe con abrazos, haciendo gala de una calidez sin precedentes y empatizando en antena con nuestros valores.

Nos gustaría dejar claro que, cuando un concierto de Neverend termina, el fragor de la lucha continúa. La labor que defendemos no sólo consiste en lo que sucede bajo los focos. Hay un espacio muy amplio en el cual somos invisibles, y esa invisibilidad nos ayuda a seguir moviendo fichas, a trazar estrategias para vencer a quienes pretenden acabar con las creatividades hostiles, y a transmitir el código que vosotros, amigos de nuestra causa, descifráis, compartís y convertís en lo más singular del mundo.



Fotos: Carmen Zamora, salvo la posicionada en último lugar, anónima.