sábado, 15 de julio de 2017

El reto de «Rock Palace»: cuando la vida te da más oportunidades de las que esperabas

Algo tan nimio como la convergencia, en un mismo punto, de las lindes de tres o más estados distintos tiene una misteriosa trascendencia para algunos norteamericanos. Y, aun en el caso de que dicha trascendencia sea una falsa percepción por nuestra parte, no hay que obviar el provecho turístico que muchos sacan de este fenómeno invisible, impuesto por la imaginación de los humanos. De algunos humanos.

En el viejo continente, los requiebros de nuestros territorios no parecen ejercer esa atracción. Allí donde una persona puede poner cada pie en una provincia y las manos en una tercera, no suele erigirse ningún monumento, ni es probable encontrar turistas tomando fotos. Una alambrada con jirones de lana, una carretera que se adentra en un páramo amarillo o un polígono industrial por cuyas grietas brotan hierbas y arbustos espinosos… ¿Por qué unas líneas imaginarias deberían cambiar en algo la coherencia de estos paisajes? 


Hace varios meses, pusimos rumbo a una zona industrial parecida a la del tercer ejemplo. No teníamos muy claro en qué localidad nos encontrábamos, pues el complejo se alzaba en uno de esos puntos angulosos del mapa de Madrid, donde varios municipios se desgajan y confunden entre sí.

Nuestra cita de aquel día tenía que ver con Rock Palace, el programa online presentado por Carlos Escobedo. Si el vocalista de Sôber te invita a actuar en su magazine, frecuentado por grandes personalidades del rock español, no puedes hacer otra cosa que aceptar el reto y preparar una de las mejores actuaciones de tu vida: ser los elegidos conlleva una gran responsabilidad.

Un enigmático portón rojo, desprovisto de cualquier rótulo que confirme si la dirección que nos han dado es la correcta, sella herméticamente el interior de la tosca nave. Tan sólo una diminuta placa, con el motivo impreso de unos auriculares en torno a una onda sonora, nos sugiere que no nos hemos confundido de lugar. 

Según lo acostumbrado, Jorge y Javier son los primeros en llegar, no tanto por puntualidad como por la tendencia de nuestro guitarrista a volar sobre el asfalto. Su coche se posa justo delante del portón, con dos ruedas bloqueando la acera. Mar no tarda en aparecer: su diminuto Renault Twizy se cobija bajo una suerte de higuera que desborda el solar contiguo. El árbol salta por encima de la tapia como una inmensa ola verde y esparce sobre el vehículo unas semillas frágiles, de color azabache. 

Del fondo de un aparcamiento abarrotado, próximo al lugar de encuentro, emergen por fin David y Héctor. En el interior de la nave, los trabajos de rodaje han comenzado hace horas, ya que otros grupos ―entre ellos, nuestros compañeros de La Ley de Mantua― han sido citados el mismo día para grabar sus directos.


Un olor agrio, como a disolventes, llena el amplio espacio. Allí mismo, a pocos metros del portón, parece brotar del suelo la carrocería de un coche deportivo. Acaso es el fantasma del futuro automóvil, esperando su reencarnación. Alerones, llantas y otros componentes convenientemente personalizados pueblan la penumbra, vigilados de cerca por el compresor, el aerógrafo, las mascarillas que cuelgan con languidez de alguna plataforma que no acertamos a distinguir.

Siguiendo el ancho pasillo, un segundo departamento, más oscuro, inquieta al visitante con cabezas de maniquíes, garras de piel sintética, barras, cortinajes y ocultos decorados que, en su hacinamiento, llegan hasta el techo. Tan sólo el sentido común divide los departamentos según su temática, pues no existen biombos ni estancias en la inmensidad diáfana.

Finalmente, al fondo de la gran avenida interior, se aprecian la luz y las formas del plató. Los seguidores de Rock Palace ya conocerán los ladrillos sangrientos, el cartel corporativo, la atmósfera flamante y turbulenta; que una estructura tan frágil transmita esa sensación de firmeza a través de la mera imitación de la realidad es uno de los grandes logros de la historia del decorado.

De entre la multitud dispersa por el plató, aparece Lorenzo, nuestro mánager, para recibirnos como si la fría nave fuera su propia casa: enérgico, cálido y con los guantes de invierno aún sin guardar en el bolsillo.

―Vengo de hablar con ella ―nos dice, y señala con discreción a la mánager de la banda que acaba de grabar. Con el fulgor de los focos, apenas distinguimos a una mujer de voz grave, templada, que responde con locuacidad a las preguntas del equipo de Rock Palace―. Al final del rodaje, nos reunimos y os cuento. Son buenas noticias.

Con su habitual habilidad para subirnos el ánimo y, a la vez, intrigarnos, vuelve a desaparecer en busca de más relaciones humanas, de más conversaciones con desconocidos que, automáticamente, se transformarán en personas familiares.

«Descanso para comer», comienza a oírse por el espacio de trabajo, y bastan unas pocas repeticiones de esa frase para que, en pocos minutos, no quede ni un alma en el edificio. Junto a la entrada, una monstruosa caldera, funcionando al rojo vivo, invita a no salir fuera, allí donde las noches tiñen de blanco el asfalto.

La pausa, como todas las pausas, se hace breve. A la vuelta, procuramos montar a toda velocidad, ya con la llama de la prisa en el cuerpo, pues a nuestro alrededor no paramos de ver gente que mueve focos, carga equipos, desplaza las cámaras y sus estructuras sobre silenciosos raíles. Cuando ya nos encontramos en nuestros puestos, listos para hacer la prueba de sonido, un recuerdo fugaz pasa por la memoria de Mar: la fotografía de una aurora boreal que encontró hojeando una revista de viajes. Bastan, sin embargo, unos segundos para que nuestra cantante se ajuste los auriculares de su sistema In-Ear y les dé unos leves toquecitos con las yemas de los dedos, como si tal gesto ahuyentara cualquier distracción del subconsciente.


Lo que viene a partir de ahora es el proceso habitual de un concierto. Uno trata de dar de sí mismo todo lo que puede sobre las tablas e intenta mostrar la mayor superficie de alma posible a la hora de manejar su instrumento o su voz. 

La entrevista posterior a la actuación también te resultará familiar si has visitado Experienty.tv. Enseguida, llega el momento de pasar el relevo a nuestros compañeros de La Ley de Mantua, que esperan su turno sin alejarse demasiado de esa caldera de destellos ígneos, tan oportuna en la crudeza del invierno.

Aún nos queda tiempo, ya en la calle, para celebrar la reunión que habíamos acordado con nuestro mánager. Por encima de la nave, una torre de electricidad proyecta su silueta contra el atardecer de cobre.

―Tengo que contaros algo ―arranca Lorenzo con su habitual manejo de la intriga―. Todos habéis visto a Jenny, la mánager del primer grupo. Me ha comentado que organiza giras a nivel europeo, que tiene contactos en Alemania, Reino Unido… Esto os interesa, chicos. Nos van a suceder cosas muy buenas, pero tendremos que trabajar duro.

La esperanza viene acompañada de la necesidad de currárselo. Sólo pasando por ciertas dificultades, la esperanza acaba por convertirse en materia, en algo que puedes tocar y moldear a tu antojo.

Con estos pensamientos en la cabeza, Mar y su Renault Twizy desaparecen, dejando tras de sí un rastro de semillas azabaches. Del coche de Jorge tan sólo queda una fina nube de humo, en tanto que los demás nos hemos desvanecido tras volvernos cada vez más transparentes, como fantasmas en una película antigua. Los actores que graban al calor de los focos también desaparecen, al igual que la nave, los vehículos aparcados y el polígono industrial entero. Queda un campo yermo en el que las fronteras no tienen sentido.


Fotos: Lorenzo Sanz

lunes, 10 de abril de 2017

Así se grabó nuestro acústico más impactante

«¿Qué tiene de especial un acústico de Neverend?», nos preguntó un periodista en una ocasión. No lo hizo con malicia. Al contrario; seguramente, vendría de escuchar los dos últimos cortes de «Silent», habría visto el vídeo de nuestra sesión acústica y, tal vez, habría leído reseñas en las que se alaba la nitidez de nuestra faceta sin cables. Incluso aquellos críticos que han hablado desfavorablemente de nuestro trabajo, valoran el acústico con la delicadeza de quien contempla a un retoño libre de pecado. Quizás, cuando nos conectamos a la red eléctrica, nuestra música se emborrona de tal forma que sólo el acústico es capaz de limpiar los trazos difusos…

Dado que el formato periodístico urge a contestar de forma espontánea, dimos a nuestro interlocutor una respuesta honesta, por supuesto, pero escueta. Y es que, para comprender bien en qué consiste un acústico de Neverend, para empaparse de su espíritu tan extravagante como sencillo, es necesario imaginarse a Javier, nuestro bajista, rociando con espray plateado un inquietante cilindro luminoso. Al igual que en la canción de Cream, todo cuanto hay a su alrededor es una habitación blanca con los muebles cubiertos por cortinas negras.

Paralelamente, debemos imaginar a la escultora Susana Botana en su taller, trabajando unas piezas en mármol blanco y oscura piedra de Calatorao: son los elementos de un paisaje extraño y a la vez familiar, aquél que podríamos encontrar en la superficie de un exoplaneta recién colonizado.

Si, como dicen por ahí, una imagen vale más que mil palabras, mil imágenes, creando la ilusión de movimiento, tendrán una elocuencia desmesurada. Por eso, la respuesta a periodistas y curiosos puede hallarse en el vídeo de una nueva sesión acústica, más ambiciosa en su producción que la primera, ya que todo esfuerzo es poco cuando una corporación como Mediaset te encarga el proyecto.

El primer paso fue encontrar un estudio que contase con un ciclorama, es decir, un espacio sin esquinas completamente blanco e iluminado de manera uniforme: cualquier persona u objeto que se encuentre sobre su superficie, parecerá levitar en el vacío. Fueron Mar y Javier quienes, responsabilizándose de esta labor de búsqueda, visitaron algunos de los sitios más recónditos de Madrid, desde ese portón por cuya rendija una voz les dijo: «este estudio ya no existe», hasta un lugar de ensueño, dotado de salas inmensas y evocador de relatos futuristas.

Finalmente, nos decantamos por la intimidad de Plasmalia, ubicado en la localidad madrileña de Alcobendas. El itinerario nos conduce a uno de esos barrios impolutos, donde los bloques de viviendas se almacenan siguiendo una geometría muy estricta, como electrodomésticos expuestos en un escaparate. Completamente rodeada por este urbanismo, una suerte de islote industrial nos abre sus puertas: se trata de un recinto cerrado, dentro del cual, se apilan las naves de forma escalonada.

Hemos necesitado algunos minutos para encontrar el estudio dentro de este laberinto de hangares y callejas estrechas. La modesta puerta acristalada, el recogido cuarto de recepción, dan falsas pistas acerca de la grandeza del espacio en el que, por fin, podremos disfrutar de nuestro ansiado ciclorama. El equipo de Paydreams ya está allí, montando trípodes, configurando sus cámaras, calzados los pies con calcetines desechables para no manchar esa área inmaculada donde fondo y suelo se confunden.

La escultora ―y fan de Neverend― Susana Botana no tarda en presentarse. Su coche viene repleto de pequeñas piezas celosamente embaladas. Pese a la monumentalidad que aparentan estas obras dentro de las fotografías, se trata de esculturas livianas, con unas dimensiones lo suficientemente pequeñas como para no saturar la escena abarrotada de instrumentos. De este modo, se recupera parte del minimalismo perdido tras el despliegue de los equipos.

Tras ayudar a descargar las piezas con sumo cuidado, una atmósfera como de polvo de rocas permanece suspendida en el maletero durante un instante, hasta que las partículas, poco a poco, se van posando sobre los tejidos, sobre la tapicería.

A partir de aquí, el proceso es parecido al de un concierto convencional. Montaje, maquillaje, tal vez un pequeño tentempié. La colocación de los instrumentos precede a la de las esculturas, una labor para la que Susana se toma un tiempo: observando, moldeando el espacio con la imaginación, dibujando algún boceto. 

El eje de la composición, sin embargo, recae en ese discreto cilindro luminoso que Javier pintó de blanco hace días. Al tratarse de un blanco ligeramente más apagado que el del ciclorama, el espectador adivina una especie de arquitectura emergiendo de la niebla: aquí y allá, las aperturas de su muro despiden un resplandor aguamarina. Susana tiene muy en cuenta este elemento, tan misterioso como crucial, a la hora de realizar sus esbozos.


Una vez se ha dispuesto cada cosa en su lugar, todo se vuelve más mecánico. Parapetados en nuestra fortaleza en miniatura, debemos tocar varias veces un repertorio de media hora de duración. En cada una de las fases, los chicos de Paydreams colocan los objetivos de una determinada manera e incluso se cuelan, cámara en mano, por las callejuelas formadas entre un instrumento y otro: buscan el detalle, el instante singular que produce un gesto, una inflexión del rostro, un movimiento de manos inesperado sobre el instrumento o sobre el aire mismo.

«Qué aburrido tiene que ser tocar lo mismo tantas veces», nos ha comentado algún fan en ciertas ocasiones, cuando charlábamos sobre la grabación de un disco o un vídeo. Quizás sea por la naturaleza algo obsesiva de los músicos, quizás por la paciencia innata del artista predispuesto a construir obras duraderas; sea como fuere, el tiempo ha pasado a toda velocidad, casi sin darnos cuenta. Tan sólo el cansancio mental nos indica que los minutos se han convertido en horas.


Así pues, las esculturas vuelven a embalarse con gran cuidado y los callejones entre los instrumentos van desapareciendo, como un barrio de casas prefabricadas que se muda, íntegro, a un valle más fértil. El extraño cilindro, con sus puntos de luz aguamarina, acaba por no emerger más de entre la niebla y, finalmente, sólo queda una atmósfera de polvo de rocas, que permanece suspendida entre la herrumbre del techo durante un instante, antes de precipitarse sobre el blanco irisado del ciclorama.

Si nada de esto sirve para hacer especial un acústico de Neverend, pocas opciones nos quedan ya al alcance de la mano. Sin embargo, quién sabe a qué nuevos e insólitos puertos nos llevará nuestra imaginación cuando la volvamos a invocar.


Fotos: Susana Botana (proceso de grabación), Héctor Perezagua (guitarra y detalle de esculturas)

miércoles, 22 de febrero de 2017

El día que la música volvió a las aulas

Creíamos que sólo acudíamos a una entrevista de radio. Sin embargo, lo que en principio parecía un ejercicio rutinario se iba a convertir en una gran experiencia. 

Tal vez, el gran error sea tomar como rutina esa operación por la cual, un periodista se interesa por tu trabajo y te abre las puertas de su casa. Cada conversación con un reportero, un locutor de radio o un seguidor, es única e insustituible.


Son las 9.56 de la mañana y nos encontramos ante el complejo Ritmo y Compás de Madrid. Es decir, todos menos Héctor, que, llegando tarde, está a veinte minutos andando de allí. Un amable desconocido, con idéntico destino que nuestro teclista, se ofrece de buena gana a acompañarlo durante el camino, ayudándolo a llevar sus bultos desde las frenéticas avenidas de Mar de Cristal hasta el citado complejo. Pese al nombre del barrio, tan evocador de límpidos rascacielos, predominan en la zona el hormigón y los parques parduzcos, con todos sus ramajes mustios, castigados por el hielo.
—No te preocupes —afirma el hombre—. Esto no es ningún esfuerzo para alguien que se ha pasado años montando antenas en Colombia.

Según se suceden las anécdotas, comienza a emerger del paisaje una tosca mole de color ceniza, algo así como un polígono industrial construido verticalmente, hallándose sus naves compactadas en una misma estructura de varios pisos. Las instalaciones de Ritmo y Compás ocupan sólo una porción de esta arquitectura monstruosa.
—Juanito es un tipo muy grande, ya lo verás —comenta el acompañante de Héctor en referencia a Juan Rodríguez, el locutor de LH Radio que nos va a entrevistar. Aunque ya sólo quedan unos metros para atravesar la puerta abierta del estudio, nuestro amigo tiene tiempo para referir algunas anécdotas más, enumerando las celebridades de la música con las que te puedes cruzar en estos mismos pasillos.

Por fin, los rostros familiares de los compañeros de Neverend emergen de la luz tibia de un local. Un cálido anfitrión tiende la mano al recién llegado y sonríe con placer cuando le explicamos que los bultos forman parte de un «Plan B», un pequeño concierto de piano y voz, alternativo al acústico habitual, con el que obsequiaremos a los oyentes del programa.

Una de las cosas que más nos agrada de nuestra conversación con Juan —tanto dentro como fuera de antena— es su facilidad para dejarse sorprender con nuestras historias y excentricidades. Realmente, tiene esa capacidad para hacernos sentir especiales, uno de los grupos más originales que haya pisado jamás este estudio. Lo sabemos: una sensación así no tiene por qué corresponderse con la realidad. Sin embargo, el mero hecho de transmitirla ya es un paso muy importante, pues la calidad de la entrevista decae si el invitado no está cómodo.


Finalmente, tras regalarnos un CD oficial del programa y estrecharnos las manos, Juan se despide así de nosotros:
—Ha sido un placer, chicos. Nos vemos el 3 de Febrero.
Una sombra de duda, como proyectada por un ave que vuela rauda, pasa ante nuestros ojos.
—Lorenzo no os lo ha dicho todavía, ¿verdad? —observa nuestro anfitrión al percibir cómo nos miramos entre nosotros, sin comprender sus palabras.

La historia, en efecto, continúa ese lluvioso 3 de Febrero. El cielo cerrado hace que los barrios de Alcorcón se envuelvan en un impermeable de penumbra. Por las alturas, algunos jirones de niebla se desvanecen, solitarios, en el laberinto de chimeneas y antenas.

Según nos han dicho, venimos a un evento promocional. Sin embargo, lo que nos espera tras los muros del Instituto Parque Lisboa es una experiencia mucho más valiosa. Apenas hemos tenido tiempo de descargar las cosas cuando, a la señal del timbre, un mar de adolescentes comienza a enredarse en madejas caóticas, protegiéndose en vano del mal tiempo o esperando su turno para comprar el desayuno en la cafetería.

Como embriagados por una extraña nostalgia —¡qué tiempos los del instituto!—, somos conducidos al salón de actos, entre cuyos bastidores resuenan las voces de Juan Rodríguez y Álex, de La Ley de Mantua. Sobre el escenario se ha conformado ya el ineludible paisaje de cables, micrófonos, mesas de mezclas y todo lo necesario para emitir un programa de radio en directo. La cantante Marta Mailén y Lorenzo, mánager de todos los artistas hoy citados, no tardarán en llegar.

Estamos a punto de participar en una jornada en la que los alumnos del centro, abarrotando el auditorio, podrán establecer contacto con músicos y también con el mundo de la radio. Los jóvenes no sólo asistirán a una suerte de pequeño festival en acústico, sino que podrán charlar con los artistas, conocer su mundo y sus inquietudes.


—Éste es un instituto bilingüe, así que os voy a lanzar un reto —propone Mar cuando nos llega el turno de actuar—. Vamos a tocar una canción que se llama «Unavoidable» y, cuando terminemos, tenéis que decirnos de qué va.
—La canción habla del miedo —afirma un alumno de la primera fila después de haber mostrado especial interés en la escucha. Su respuesta es mucho más firme que las de sus compañeros. El miedo. Dado el carácter intrigante de nuestras letras, las respuestas de estos jóvenes, en proceso de formarse, de forjar su personalidad, son profundamente originales. Y también brutalmente honestas.

En otro punto de la mañana, Juan, como presentador y moderador de la tertulia radiofónica, lanza otra pregunta:
—¿Cuántos de vosotros ha ido o va habitualmente a conciertos?
La gran cantidad de manos levantadas nos emociona y nos hace pensar en la prohibición que, hasta hace muy poco, impedía a los menores de edad entrar en salas de conciertos.

Tal vez por estos instantes, por esta clase de cuestiones que compartimos con los jóvenes o por la naturaleza misma del evento, se nos antoje que hay algo de reivindicación en él. Se reivindica el libre acceso de los jóvenes a la cultura; se reivindica también que, en un país castigado por infames reformas educativas, donde la enseñanza musical se arrincona cada vez más al fondo del desván, los alumnos puedan conocer de primera mano a músicos y compartir momentos de creatividad con ellos. Tal como nos decía un seguidor a través de Facebook, «el hábito de acudir a actos culturales se debe enseñar también».

La guinda del día la ponen los propios alumnos cuando, de forma completamente natural, desobedeciendo incluso las indicaciones de sus profesores, se agolpan alrededor de los músicos con sus cuadernos en la mano: es hora de firmar autógrafos.


No debemos ignorar el hecho de que cada artista escribió dedicatorias para jóvenes muy distintos. De pronto, reparábamos en que cada uno de nosotros había cosechado su propio público y que, por ejemplo, las chicas y chicos populares no acudían a los mismos artistas que firmaban para los alumnos aplicados. 
Hemos de confesar que aquéllos que se identificaron con nosotros tenían que ver más con este segundo grupo. Casi podías intuir en sus miradas una cierta sensibilidad: tal vez, iban a actividades extra-escolares y tenían ambiciones mayores que las de otros compañeros. A algunos de ellos les vimos subir después al escenario, empuñando un instrumento musical.

Fuera, continúa cayendo un aguacero estremecedor. Sin embargo, algo cálido se nos ha quedado dentro, pues no parece importarnos demasiado que las cortinas de agua empapen nuestro pelo y se estrellen contra las fundas de los instrumentos. Pacientemente, los vamos guardando en los coches.

Quizás este día nos ha traído recuerdos, vivencias antiguas, o quizás nos hemos concienciado de la necesidad de hacer incursiones educativas como ésta, de mojarnos para cultivar con mimo el futuro. En cualquier caso, lo de hoy ha sido mucho más que un evento promocional, mucho más que una mera entrevista concedida un frío día de invierno: al fin y al cabo, ¿quiénes somos nosotros para tachar de rutina todo lo que una mano tendida, todo lo que una voluntad inquieta nos puede ofrecer?

miércoles, 18 de enero de 2017

Cinco horas con Marillion: viaje al corazón del laberinto

Desde que Jorge salvó al cantante de The Mars Volta de caer al foso de la Riviera, un aire de rock progresivo se ha ido colando por los resquicios de Neverend. Si bien no somos una banda que practique dicho estilo, aquella mano tendida en el momento justo pareció contagiarse de un cierto hechizo, una suerte de encantamiento con el cual, los norteamericanos darían las gracias a nuestro guitarrista por haber salvado su actuación.

Consciente de esta sutil afinidad, Lorenzo, nuestro mánager, no perdió la oportunidad de ponernos en contacto con dos personas significativas dentro de la escena progresiva británica: Steve Hogarth y Steve Rothery, parte esencial de los veteranos Marillion, que recalaban en España para promocionar su último disco «FEAR (Fuck Everybody And Run)».


Todavía rondan en la cabeza de Mar las notas solemnes de este trabajo cuando, a las 9.30 de una mañana de otoño, atraviesa el umbral de un hotel de la calle Alcalá: un edificio de aristas gélidas e interiores pulcros, la viva demostración de que no se puede aparentar lujo y sobriedad a un tiempo sin enrarecer el ambiente.

Un primer café con Lorenzo y Luis Manuel, promotor literario y amigo de Neverend, es el pistoletazo de salida para un día no tan cargado como estas tazas que, recién servidas, humean sobre la caoba. Mar recuerda el café intrincado de sus tiempos de estudiante en Siena: sus compañeras de apartamento lo preparaban de forma que podías mascar los trocitos de café a cada sorbo. Desde entonces, sólo toma té.

Lo bueno de relacionarse con artistas es que la normalidad del día a día se quiebra con sus excentricidades. Así, cuando la cotidianidad de este vestíbulo de hotel comienza a resultar opresiva, aparecen Rothery y Hogarth para hacerla saltar por los aires. 

El primero es guitarrista de la banda desde los tiempos en que ésta se bautizó con un nombre muy tolkenianoSilmarillion. Su calma, su timidez sosegada, contrastan con la locura ―entrañable― de su compañero. Y es que Hogarth, sin perder la indispensable elegancia, se muestra como poseído por un frenesí que lo asemeja a una suerte de duendecillo; un personaje mitológico que, a pesar de su liviandad, siempre está ahí para sacarle al héroe las castañas del fuego.
―Permíteme que alabe tu corte de pelo, Mar ―dice el duende y actual vocalista de Marillion antes de pedir un café. El resto de los presentes, por empatizar, pide su segunda taza.


Durante la entrevista, Marillion nos hablan de la canción «New Kings» y sus implicaciones políticas. Los «nuevos reyes» a los que apelan las letras de esta extensa suite no son sino las multinacionales y los bancos. Como cabía esperar, sale a colación el tema del Brexit:
―Es una pesadilla ―sentencia Hogarth antes de pedir otro café. El resto de los presentes, por empatizar, pide su tercera taza.

Dada la simpatía del cantante de Marillion y la afabilidad de su guitarrista, la entrevista acaba por alargarse. Así, con el tiempo encima, los presentes han de partir a toda velocidad para atender un sinfín de entrevistas de radio: LH Radio, Mariskal Rock, Canal Extremadura… La misión de Mar en todas ellas es valerse de su bilingüismo para hacer de intérprete entre el locutor y los músicos.

Los momentos fuera de antena dan pie a conversaciones más o menos eruditas sobre referencias musicales, pinceladas de esto o lo otro, este o aquel disco de culto y, por supuesto, el Brexit. En Mariskal Rock Radio, Mar rompe sin querer el molde de la conversación al comentar que algunas partes del disco le recuerdan a una escena de «Dentro del laberinto»: aquélla en la que David Bowie entona «Within You» rodeado de escaleras que no llevan a ninguna parte, de corredores que precipitan al transeúnte al vacío. 

Según escucha esto, Steve Rothery no puede disimular las líneas de perplejidad en el rostro. Con su habitual afabilidad, cuenta cómo una sutil presencia le acompañó durante la composición de los temas del disco: era la del propio Bowie, que se le representaba en la mente y le inspiraba nuevos pasajes. Aún se hallaba enfrascado en el proceso de grabación cuando le llegó la triste noticia: el camaleón del rock había muerto.


Nos es imposible contar aquí todas las anécdotas de una mañana tan intensa: los nervios de Pedro Barroso por entrevistar a sus ídolos en su programa de Canal Extremadura Radio, la periodista que se solidariza con Mar al darse cuenta de que son las únicas mujeres en una sala atestada de medios ―«¡Sororidad, Mar!»― o el momento en que Steve Hogarth se encapricha de unos patitos de plástico, diseñados para sostener los menús de un restaurante asiático.

Tras rogar en vano a los camareros que le obsequien con uno de estos patitos, el cantante pide un café para bajar la comida. El resto de los presentes, movido no tanto por la empatía como por la costumbre, pide su novena taza.

Lo bueno de estos días, tan cargados como el café en una residencia de estudiantes, es que se tiene la sensación de haber hecho cosas muy fructíferas: nuevos amigos, nuevas anécdotas que contar, nuevos pinitos en el duro arte de la traducción simultánea… Mar piensa en ello una vez se ha quedado sola, momentos después de despedirse de todo el mundo. Piensa también en Bowie, en Prince, en todos los grandes músicos que nos han dejado el último año, tan pronto y tan de repente.

De forma inesperada, una llamada desde el interior del hotel interrumpe sus reflexiones: la recepcionista agita en su mano una botella de vino de Rioja, un regalo que los chicos de Marillion han olvidado. Ni corta ni perezosa, Mar agarra la botella y corre detrás del coche en marcha en el que los británicos se dirigen al aeropuerto. Un milagro del destino, tal vez un semáforo en rojo, propicia que el automóvil se detenga y, tras la negrura de una de las lunas, aparezca el rostro sonriente de Steve Hogarth.
―Oh, Mar! Thanks a lot!

En la película «Dentro del laberinto» hay otra escena en la que un personaje, liviano pero crucial, aparece para aconsejar a una jovencísima Jennifer Connelly: ella cree que no se encuentra en un laberinto, sino en una avenida que sigue y sigue sin parar. Este personaje, un gusano de un color muy vivo, le sugiere que no dé las cosas por sentadas, pues las múltiples entradas al laberinto están abiertas allí mismo, en los muros, aunque ella no las vea.

Hay algo muy revelador en esta escena. Cuántas veces nos habremos lanzado a un desastre seguro por hacer las cosas mal, por pensar que sólo había que seguir el camino recto en lugar de buscar la entrada del laberinto e internarse en él. A veces, tenemos la suerte de que una voz nos para los pies en el momento oportuno: un amigo, un mánager, alguien en un papel parecido al del gusano de la película o quizás el hechizo que tu ídolo te lanzó a cambio de salvar su actuación ―y quien dice actuación, dice botella de Rioja. ¿Por qué no?