sábado, 5 de mayo de 2018

Cuando el alma se aterra en secreto

Nuestro regreso a Radio Utopía nos aportó algunas reflexiones sobre la deshumanización. Habíamos atravesado las calles desiertas de San Sebastián de los Reyes. Habíamos sorteado los monstruos de vidrio con que sus barrios de industria y oficinas desafían a la noche opaca. De la nieve de los parques emergimos para adentrarnos en una nave de pasillos eternos. Siempre los mismos muros de blanco nuclear, siempre un puñado de siglas en cada puerta: cada corredor desemboca en mitad de otro, multiplicando por dos, por cuatro y por treinta y seis la indecisión del visitante. Tan sólo una placa rompe con la monotonía de las siglas:

RADIO UTOPÍA

Javi G. Carballal y Nuri Jané nos abren enseguida. Ellos son los responsables del programa «Metal Korner», si bien lo que nosotros les llevábamos no tenía mucho que ver con el Metal. Como es habitual, habíamos recurrido a nuestro formato de voz, guitarra acústica y clarinete, para erigirnos en una suerte de trovadores futuristas. Extraviados en la modernidad más gélida, estos trovadores han decidido seguir cantando sus gestas, envolviéndolas en un manto de sueños opresivos, aquellos que te hacen encarar el mundo con la dosis justa de pesimismo.


El diálogo que se desata entre canción y canción nos llena por dentro. Mar es la portavoz de nuestras reivindicaciones. Javi Carballal, por su parte, demuestra ser un gran conversador, que entiende nuestros miedos y los pone en común con los de toda una generación de músicos que clama por ser escuchada. Desde el maremágnum de fotos que puebla parte de las paredes, los rostros de esta generación nos observan.

―Quizás algún día, Jordi Évole grabe su programa en una fábrica donde ensamblen a los músicos en una cadena de montaje ―evoca Javier con sorna, y también con desesperanza.
La imagen nos da vueltas en la cabeza. Su crudeza nos hace reflexionar sobre nuestro papel en la industria y aún perdura cuando, tras despedirnos de Javi y Nuri, el calor de su trato desaparece al otro lado de la puerta. Ambos son personas comprometidas. Si ven que tu proyecto se ha quedado tirado en la carretera, no dudarán en adentrarse contigo en los entresijos del capó.

Ahora ya sólo nos quedan el temor y el frío de los pasillos, que siempre desembocan en mitad de otros pasillos más largos y multiplican por dos el número de decisiones a tomar. Parece que nos halláramos en una fortaleza mitológica, destinada a evidenciar lo absurdo de la existencia.

En algún momento, tenemos la sensación de llegar al corazón del laberinto. Las tinieblas nos desorientan, el temor al Minotauro se presiente en nuestras pieles, pero las estancias vacías nos hacen advertir que, en un laberinto moderno, la presencia de un monstruo es completamente ineficaz. Allí donde los requerimientos administrativos te hacen ir de ventanilla en ventanilla, en busca de sellos y formularios que justifiquen otros formularios; allí donde el universo de Kafka cobra la forma de un sueño tan real que da escalofríos; allí, la presencia del vigilante absoluto pierde todo su sentido, porque el monstruo es el propio laberinto: sus despachos, sus cámaras de vídeo, cada una de las almas que cobran, compulsan papeles y mantienen la rueda en movimiento.

Un hombre que despide un fuerte olor a menta tropieza con nosotros en un recodo. Sabemos que es casi ciego porque sus dedos no se separan de la pared y sus ojos grises parecen mirar al cielo, sin fervor.
―¿Se ha perdido? ―pregunta Mar, justo antes de tomar conciencia de lo absurdo de la cuestión. Detrás de ella, nuestro bajista niega con la cabeza.
―Yo trabajo aquí ―responden el hombre y su fragancia―. Este complejo nunca cierra.

Tras mucho vagar por los corredores, el frío cortante nos avisa de que la salida está próxima. Qué alivio. De nuevo, el asfalto crujiente de nieve, la brisa bufando en los oídos, el silencio que, pese a ser medianoche, se nos hace extraño en un área urbana como ésta. Un crepitar lejano nos hace acelerar el paso de regreso a los coches. Movidos por una suerte de curiosidad imprudente, esperamos dentro de los vehículos, con el motor apagado, a que el crepitar se aproxime hasta ensordecernos. Cascos de caballos sobre el asfalto.

Caballos zaínos y de blanco satén, caballos también de matices cenicientos, pero en ningún caso de color rojizo o parduzco, trotan por parques y avenidas, pisoteando los aloes mustios de las acequias o deteniéndose a mirar su imagen reflejada en las lunas de los automóviles. Forman una multitud lenta y vaporosa, que nos transmite sentimientos complejos de expresar: nos invade una suerte de pavor sutil, y en el centro de ese pavor se fragua la calma. La calma es placentera a la par que melancólica.


Cuando arrancamos los coches e intentamos circular, algunos equinos parten al galope y contagian su sobresalto al resto. La delicadeza con la que conducimos a través del bulevar es insólita en nosotros, pues no nos queda más remedio que acompañar a estos animales en fuga.

Ya que en la mente de las personas siempre queda el impulso de aferrarse a la cotidianidad, de buscar el sentido a los sucesos por extraños que estos sean, no podemos evitar el gesto sencillo de encender la radio y explorar el dial hasta dar con una noticia que justifique la multitud de caballos a nuestro alrededor. Durante horas y días lo hemos intentando en vano. Aquella noche, tras fatigar las ondas sin encontrar una respuesta, Jorge dejó sonar un descarnado blues mientras veía a los últimos caballos desaparecer tras una torre acristalada. Mar, por su parte, tropezó con la voz de Dolores O’Riordan y sintió, de manera aún más intensa, la calma compleja que hemos tratado de explicar antes.

En Neverend conocemos bien nuestra capacidad de atraer oráculos, de detectar a personas y sucesos enigmáticos que, de alguna forma, nos aconsejan sobre el camino que debemos tomar para no precipitarnos al abismo. Si la masa de caballos constituye uno de esos indicios, no podemos hacer otra cosa que rendirnos ante lo intrincado de la metáfora. Tal vez el futuro nos ayude a descifrar, acaso parcialmente, la incógnita. O tal vez para entonces ya sea demasiado tarde. Por el momento, tan sólo podemos permanecer atentos a nuevos oráculos, pensar en las miradas de aquellos animales solemnes cuando la adversidad intente extraviarnos en su laberinto y despreciar ese refrán que dice: «una imagen vale más que mil palabras». Para nosotros, cinco palabras nítidas valen más que una imagen oscura.


Imágenes:

1. © Javier Gómez

2. Montaje
Fotografía de Neverend: © Clara Paradinas
Rascacielos: © matthewrivett.blogspot.com
Caballos: © bestfon.info