sábado, 2 de junio de 2018

Atrapados por el muro de la vergüenza

Una torre gótica emergió de pronto entre la calima. Las líneas de palmeras, los apartamentos y los demás objetos del paisaje no eran sino fantasmas, dibujados al carboncillo sobre un lienzo de arena.

Vinimos a esta ciudad con la intención de dar un concierto. La inexperiencia ―porque esto ocurrió hace mucho tiempo― nos llevó a confiar nuestra gira a una voz telefónica. A su dueño jamás le estrechamos la mano, ni tampoco le miramos a los ojos para tratar de adivinar un gesto de engaño o una muestra de honestidad. Su existencia era tan difusa como cualquiera de los frutales aparecidos a ambos lados del asfalto.


Según tomamos las primeras calles del extrarradio, nuevas estructuras comenzaron a inquietarnos: dos altos y extensos muros a medio construir delimitaban un espacio interior, algo así como una amplia avenida, de la que a duras penas se divisaba algo. Las indicaciones del GPS nos fueron acercando cada vez más a uno de estos muros, que amenazaban con despojar de su espacio vital a los pisos de las inmediaciones.

―Parece que ha habido una batalla campal ―exclamó Javier, nuestro bajista, con esa solemnidad que le sale a veces.
La causa de su comentario se hallaba en los escombros, que a veces crujían bajo las ruedas de nuestra furgoneta; también en los muebles viejos utilizados para alzar barricadas, los pedazos de hormigón derribados a golpe de maza, la desnudez de las mallas metálicas, retorcidas por la rabia de muchos seres humanos. ¿Qué clase de vacío pretendían proteger aquellos muros? Los tramos destruidos apenas dejaban ver algo del otro lado, acaso una larga lengua de tierra recién apisonada que avanzaba desde los campos hacia el centro de la ciudad. 

Jorge condujo cada vez más despacio. Desde la radio, Billie Holliday nos interpretó su «Strange Fruit» con amargura, como echando un manto negruzco sobre la devastación que nos rodeaba. Ya que el muro y los bloques de viviendas no estaban trazados en paralelo, el ángulo resultante acabó por engullir la calle. La vía se hizo tan estrecha que era imposible continuar el trayecto en furgoneta.
―¿Y el número 21? ―se preguntó Mar, descendiendo del vehículo y caminando hacia el último portal―. ¡Éste es el 17!

La calle continuaba, efectivamente, en forma de angosto corredor. Los vecinos de esta parte de la vía estarían condenados a vivir en penumbra, sepultados por un muro que podrían tocar desde sus terrazas, sin apenas extender el brazo. David, curioso, se adentró en este tramo, y vio los portales, la acera, una porción de la antigua calzada interrumpida abruptamente por la pared de hormigón; vio también a una niña que mecía a un hurón entre sus brazos. Al notar la presencia de un desconocido, el animal se precipitó al asfalto y persiguió a nuestro batería durante algunos metros. Pero su periplo no terminó ahí.

Cuando regresó con nosotros, se encontró con que unos policías nos estaban increpando.
―¿Por qué han accedido al corredor? ¡No pueden acceder al corredor sin autorización!
―Buscamos una sala de conciertos…
―¡No hay salas de conciertos! ¿No lo han entendido? Está prohibido estar aquí…

Y, entonces, repararon los guardias en la indumentaria de David, con su gabardina de cuero negro y sus cadenas. Sin más dilación, pretendían llevárselo a comisaría, convencidos de que aquellas «armas» podrían utilizarse para destruir las instalaciones. Con toda la soberbia del mundo habrían conseguido su propósito si no fuera por la intervención de un hombre minúsculo, de apariencia andrógina y genio desatado, que salió del portal número 15 para discutir con ellos. Lo retuvieron, miraron su documentación con escrúpulo, intentaron ponerle agresivo con tal de tener una excusa para arrestarlo. Nada. La bravura inicial se hizo hielo, de modo que los hastiados agentes acabaron por comunicarle una denuncia; una más ―luego lo sabríamos― de la más kafkiana de las colecciones.

El cálido abrazo que quisimos dar a ese hombre por su ayuda se vio truncado por una sola frase, llena de sequedad.
―La sala de conciertos cerró.
Su aparente antipatía no impidió, sin embargo, que nos condujera a una pequeña pensión, regentada por él mismo, donde nos alojaríamos aquella noche.
―Hemos reservado en otro hotel, dos calles más arriba…
―Ese hotel ya no existe. Ni tampoco las dos calles.

Mientras aquel hombre nos contaba la historia de los muros, de su devastador avance y de la ignota avenida interior, fuimos conducidos a través de escaleras y pasillos llenos de antigüedades. Los objetos más insólitos se apilaban en cada rincón… Un teléfono de tubos, un balancín de madera con forma de caballo o una enorme muñeca vestida de satén con la que el bisabuelo de nuestro anfitrión habría jugado sin temor al qué dirán, ya que «en otro tiempo, los juguetes eran un bien escaso y no te quedaba más remedio que valorar lo que tenías».

Nos instalamos ligeramente hacinados en una habitación de cinco camas. Desde el papel grana y dorado de las paredes, unas maltrechas aves del paraíso parecían esperar la noche para salir del estampado y perturbar nuestros sueños. Todo estaba ligeramente ennegrecido, pero no por la mugre, sino por el tiempo.

En un momento dado, convenimos en que era necesario llamar al misterioso organizador de la gira para cantarle las cuarenta. Con el manos libres puesto, Héctor le detalló cada punto de nuestra delirante historia, sin mostrar enfado alguno. Al terminar, un profundo silencio se hizo al otro lado de la línea.

Continuará...


Elementos del fotomontaje:

1. Mar Souan:  © Clara Paradinas
2. Catedral de Colonia:  © pxhere.com

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