lunes, 17 de septiembre de 2018

Cuadernos de viaje I: Músicos que yerran por el cosmos

Hace unos años, ni siquiera sospechábamos que unos amantes de Muse como nosotros, fascinados por los sonidos espaciales y la ciencia ficción, acabarían viajando de un lado a otro con un peculiar set acústico. Quienes ya nos conocen, saben que este formato nos ha traído grandes logros, tales como salir en el programa de televisión Puro Cuatro, ser nominados en los Hollywood Music In Media Awards o actuar en el Ateneo de Madrid ante grandes personalidades del mundo de la comunicación.

No obstante, más allá de la luz ―cálida― de los focos, el acústico nos aporta otro tipo de delicias, más íntimas, más sencillas, relacionadas con la posibilidad de tocar allí donde se nos antoje. El acústico no sólo representa el éxito. También la libertad.

Por eso, la oportunidad de ensayar en un rústico desván, cuyos muebles parecían flotar sobre un lienzo de Van Gogh, nos sedujo demasiado. Nuestro destino se encontraba en Gijón, a hora y media de aquel lugar hechizante, pero preferimos cubrir dicha distancia con tal de alojarnos allí.


Llegamos a la aldea de C… de madrugada. El ámbar de sus dos únicas farolas revelaba una llovizna tenue, como rociada por un difusor. Enseguida, una figura cubierta por un impermeable surgió de entre las sombras de un cobertizo. La acompañaba un perro minúsculo que, sin dudarlo, se refugió bajo el coche de Mar, nuestra cantante, y se quedó profundamente dormido.
―Bienvenidos a C… ―susurró la figura del impermeable, que se reveló como una anciana enigmática, dulce en las intenciones, agria en la entonación de las palabras―. Os enseñaré la casa.
De ninguna manera aceptó nuestras disculpas por presentarnos a aquella hora intempestiva. Su deber era estar disponible para recibirnos y entregarnos las llaves, fueran cuales fueran las circunstancias.

Según avanzábamos por las estancias en penumbra, percibíamos la oscuridad que rodeaba a aquella mujer: no era la negrura profunda que caracteriza a los habitantes de las zonas aisladas, sino una sombra con destellos de luz. Hay una gran canción, «Starlight», que nos evoca ese mismo mundo de sombras súper-luminosas.

A la luz rojiza de una bombilla vimos nuestro ansiado desván, y las escaleras que crujían a cada paso nos condujeron, acto seguido, a un insólito despacho con un viejo piano. En una mesa contigua, se acumulaban grandes carpetas, planos de edificios y cuadernos abiertos con bocetos.

―Será mejor que saquemos ahora las cosas de los coches ―sugirió Javier, nuestro bajista, al final del recorrido, como si el hechizo de aquella vivienda no hubiera conseguido abatir su pragmatismo.
―No será necesario ―replicó nuestra anfitriona―. Ya las tenéis aquí.
Y, al encenderse las lámparas del amplio salón, contemplamos con incredulidad todos los bultos, que habían sido cuidadosamente ordenados en un rincón junto al ventanal.

Organizamos el viaje de manera que, entre la llegada y las actuaciones en Gijón, restase un día y medio. La información que habíamos recopilado previamente sobre la zona nos reveló una buena lista de lugares extraños donde grabarnos en vídeo, tocando, y compartir la experiencia en redes sociales. Así pues, el plan de ese día consistió en recorrerlos todos.

Un camino sinuoso nos hizo dar mil vueltas entre hayedos tupidos hasta llegar a una colina con una ermita. Largos jirones de niebla se enganchaban al edificio ―levantado en el borde mismo de un acantilado― antes de unirse de nuevo a la nube madre. Allí, encaramados a pocos centímetros del abismo, ofrecimos un breve concierto para nuestros seguidores en Instagram.


De placeres como éste hablábamos al principio. Hemos visto grandes escenarios, densas masas de gente guardando un silencio profundo antes de romper a aplaudir; hemos escuchado elogios por parte de personas con mucho poder mediático… y, de repente, estábamos allí, valientes locos, olvidándonos de nuestros queridos Muse y Skunk Anansie para aproximarnos al espacio profundo sin necesidad de distorsiones, sintetizadores cósmicos o cables. La magia consiste en que aquel sonido desnudo, primitivo, nos siguió identificando como Neverend.

En lugar de los murales del Ateneo de Madrid, nos vigilaban unas inscripciones grabadas en los sillares del templete. Ocupando el puesto de los aplausos, oíamos el canto de ciertas aves exóticas, introducidas en el bosque por capricho del ser humano. Sirviéndonos de telón, la niebla frondosa nos envolvía y nos hacía desaparecer bajo su manto. Y aún nos quedaban por visitar muchos rincones como aquel…

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