lunes, 10 de abril de 2017

Así se grabó nuestro acústico más impactante

«¿Qué tiene de especial un acústico de Neverend?», nos preguntó un periodista en una ocasión. No lo hizo con malicia. Al contrario; seguramente, vendría de escuchar los dos últimos cortes de «Silent», habría visto el vídeo de nuestra sesión acústica y, tal vez, habría leído reseñas en las que se alaba la nitidez de nuestra faceta sin cables. Incluso aquellos críticos que han hablado desfavorablemente de nuestro trabajo, valoran el acústico con la delicadeza de quien contempla a un retoño libre de pecado. Quizás, cuando nos conectamos a la red eléctrica, nuestra música se emborrona de tal forma que sólo el acústico es capaz de limpiar los trazos difusos…

Dado que el formato periodístico urge a contestar de forma espontánea, dimos a nuestro interlocutor una respuesta honesta, por supuesto, pero escueta. Y es que, para comprender bien en qué consiste un acústico de Neverend, para empaparse de su espíritu tan extravagante como sencillo, es necesario imaginarse a Javier, nuestro bajista, rociando con espray plateado un inquietante cilindro luminoso. Al igual que en la canción de Cream, todo cuanto hay a su alrededor es una habitación blanca con los muebles cubiertos por cortinas negras.

Paralelamente, debemos imaginar a la escultora Susana Botana en su taller, trabajando unas piezas en mármol blanco y oscura piedra de Calatorao: son los elementos de un paisaje extraño y a la vez familiar, aquél que podríamos encontrar en la superficie de un exoplaneta recién colonizado.

Si, como dicen por ahí, una imagen vale más que mil palabras, mil imágenes, creando la ilusión de movimiento, tendrán una elocuencia desmesurada. Por eso, la respuesta a periodistas y curiosos puede hallarse en el vídeo de una nueva sesión acústica, más ambiciosa en su producción que la primera, ya que todo esfuerzo es poco cuando una corporación como Mediaset te encarga el proyecto.

El primer paso fue encontrar un estudio que contase con un ciclorama, es decir, un espacio sin esquinas completamente blanco e iluminado de manera uniforme: cualquier persona u objeto que se encuentre sobre su superficie, parecerá levitar en el vacío. Fueron Mar y Javier quienes, responsabilizándose de esta labor de búsqueda, visitaron algunos de los sitios más recónditos de Madrid, desde ese portón por cuya rendija una voz les dijo: «este estudio ya no existe», hasta un lugar de ensueño, dotado de salas inmensas y evocador de relatos futuristas.

Finalmente, nos decantamos por la intimidad de Plasmalia, ubicado en la localidad madrileña de Alcobendas. El itinerario nos conduce a uno de esos barrios impolutos, donde los bloques de viviendas se almacenan siguiendo una geometría muy estricta, como electrodomésticos expuestos en un escaparate. Completamente rodeada por este urbanismo, una suerte de islote industrial nos abre sus puertas: se trata de un recinto cerrado, dentro del cual, se apilan las naves de forma escalonada.

Hemos necesitado algunos minutos para encontrar el estudio dentro de este laberinto de hangares y callejas estrechas. La modesta puerta acristalada, el recogido cuarto de recepción, dan falsas pistas acerca de la grandeza del espacio en el que, por fin, podremos disfrutar de nuestro ansiado ciclorama. El equipo de Paydreams ya está allí, montando trípodes, configurando sus cámaras, calzados los pies con calcetines desechables para no manchar esa área inmaculada donde fondo y suelo se confunden.

La escultora ―y fan de Neverend― Susana Botana no tarda en presentarse. Su coche viene repleto de pequeñas piezas celosamente embaladas. Pese a la monumentalidad que aparentan estas obras dentro de las fotografías, se trata de esculturas livianas, con unas dimensiones lo suficientemente pequeñas como para no saturar la escena abarrotada de instrumentos. De este modo, se recupera parte del minimalismo perdido tras el despliegue de los equipos.

Tras ayudar a descargar las piezas con sumo cuidado, una atmósfera como de polvo de rocas permanece suspendida en el maletero durante un instante, hasta que las partículas, poco a poco, se van posando sobre los tejidos, sobre la tapicería.

A partir de aquí, el proceso es parecido al de un concierto convencional. Montaje, maquillaje, tal vez un pequeño tentempié. La colocación de los instrumentos precede a la de las esculturas, una labor para la que Susana se toma un tiempo: observando, moldeando el espacio con la imaginación, dibujando algún boceto. 

El eje de la composición, sin embargo, recae en ese discreto cilindro luminoso que Javier pintó de blanco hace días. Al tratarse de un blanco ligeramente más apagado que el del ciclorama, el espectador adivina una especie de arquitectura emergiendo de la niebla: aquí y allá, las aperturas de su muro despiden un resplandor aguamarina. Susana tiene muy en cuenta este elemento, tan misterioso como crucial, a la hora de realizar sus esbozos.


Una vez se ha dispuesto cada cosa en su lugar, todo se vuelve más mecánico. Parapetados en nuestra fortaleza en miniatura, debemos tocar varias veces un repertorio de media hora de duración. En cada una de las fases, los chicos de Paydreams colocan los objetivos de una determinada manera e incluso se cuelan, cámara en mano, por las callejuelas formadas entre un instrumento y otro: buscan el detalle, el instante singular que produce un gesto, una inflexión del rostro, un movimiento de manos inesperado sobre el instrumento o sobre el aire mismo.

«Qué aburrido tiene que ser tocar lo mismo tantas veces», nos ha comentado algún fan en ciertas ocasiones, cuando charlábamos sobre la grabación de un disco o un vídeo. Quizás sea por la naturaleza algo obsesiva de los músicos, quizás por la paciencia innata del artista predispuesto a construir obras duraderas; sea como fuere, el tiempo ha pasado a toda velocidad, casi sin darnos cuenta. Tan sólo el cansancio mental nos indica que los minutos se han convertido en horas.


Así pues, las esculturas vuelven a embalarse con gran cuidado y los callejones entre los instrumentos van desapareciendo, como un barrio de casas prefabricadas que se muda, íntegro, a un valle más fértil. El extraño cilindro, con sus puntos de luz aguamarina, acaba por no emerger más de entre la niebla y, finalmente, sólo queda una atmósfera de polvo de rocas, que permanece suspendida entre la herrumbre del techo durante un instante, antes de precipitarse sobre el blanco irisado del ciclorama.

Si nada de esto sirve para hacer especial un acústico de Neverend, pocas opciones nos quedan ya al alcance de la mano. Sin embargo, quién sabe a qué nuevos e insólitos puertos nos llevará nuestra imaginación cuando la volvamos a invocar.


Fotos: Susana Botana (proceso de grabación), Héctor Perezagua (guitarra y detalle de esculturas)