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domingo, 8 de julio de 2018

El poder de la conciencia colectiva

Viene de: 

En un momento dado, convenimos en que era necesario llamar al misterioso organizador de la gira para cantarle las cuarenta. Con el manos libres puesto, Héctor le detalló cada punto de nuestra delirante historia, sin mostrar enfado alguno. Al terminar, un profundo silencio se hizo al otro lado del cable.
―Mandé un e-mail ―dijo por fin la voz―. Mandé un e-mail a todos los grupos que iban a tocar en esa sala para decirles que el sitio cerraba.
Silencio.
―¿Y no consideró que, dada la inversión que hacen los grupos para desplazarse de una comunidad a otra, hubiera sido más prudente llamar por teléfono? Así se hubiera asegurado de que todo el mundo recibiera el aviso.
De pronto, Javier, que había permanecido todo el rato con los puños apretados, arrancó el teléfono de las manos de nuestro teclista y se encerró en el baño. El fragor de su ira se percibía sordo, como si se hubiera desatado a varios metros bajo la tierra.























―Nuestro «Jabo» tiene la costumbre de decir las cosas tal como son ―explicó Mar al desconcertado anfitrión, que acababa de regresar para cerciorarse de que estuviéramos a gusto.
―Tal vez pueda hacer algo para enfriar el ambiente ―contestó él.
Y, buscando rápidamente en uno de los rincones de antigüedades, el hombre se hizo con un viejo tocadiscos portátil. Puso la aguja sobre los surcos, con gran delicadeza, y ese gesto transformó al joven de barrio que habíamos conocido en una persona infinitamente sofisticada. Sonó la misma canción de Billie Holliday que habíamos escuchado, horas antes, en la radio de la furgoneta.

«Los árboles del sur sostienen extraños frutos: sangre sobre las hojas, sangre en las raíces». Su lamento nos arrebató las entrañas, vaciándonos por dentro del mismo modo que una fiebre alta. Jorge, mirando absorto por la ventana, contempló cómo una mujer de edad avanzada se acercaba a las obras del muro, cargada con un saco. Encaramándose a los escombros, consiguió vaciar el contenido del mismo dentro de la avenida interior: plumas. Plumas blancas y livianas que se extendieron rápidamente por el pavimento de tierra y volaron a gran altura, silueteando los bordes irregulares del paredón parcialmente destruido. Por supuesto, no tardaron en aparecer los agentes de policía.

Con enorme violencia, la bajaron del montículo de escombros, la ocultaron tras sus fornidas figuras y, cuando por fin fue posible volver a ver a la anciana, ésta permanecía en el suelo, esposada, insultando a los agentes con una sonrisa picaresca en los labios.
―Pasa todos los días, desde hace treinta años ―explicó nuestro anfitrión―. Estas pequeñas rebeliones son nuestra única forma de hacernos ver, de no desaparecer.
Abrió entonces la ventana y tomó un puñado de plumas, de entre los cientos de miles que aún flotaban y volaban cada vez más alto. La canción de Billie Holliday acabó justo en ese punto.

Nunca supimos a ciencia cierta cómo fue la conversación entre Javier y la voz telefónica, de cuya existencia jamás volvimos a tener noticia. En medio de una profunda calma, el móvil fue devuelto a nuestro teclista, impoluto, pues el poder de las máquinas reside en que no son capaces de distinguir entre una discusión huracanada y una palabra de ternura.

Salir de fiesta por la noche nos ayudó a olvidar la crudeza con la que el día nos había tratado. Sin embargo, nuevas imágenes de la locura nos asaltaron al rayar el alba. Jorge, que siempre permaneció fiel a su puesto junto a la ventana, contempló cómo una multitud se fue congregando, sombra a sombra, allí donde la anciana había sido arrestada por los agentes. Cada una de las figuras llevaba un saco, posiblemente lleno de plumas, y el silencio que guardaban helaba la sangre. Cuando el silencio se hizo atroz, nuestro guitarrista nos despertó.

―Esto va a acabar mal ―sentenció Javier con su habitual rotundidad―. Si nos vamos ahora, no saldremos mal parados.
Pero la irrupción de nuestro anfitrión frustró cualquier atisbo de fuga. Nos entregó varios sacos, algunos de ellos vacíos, y una estaca con la que habríamos de reventar varias almohadas y abrigos viejos.
―Por favor, uníos a la lucha por un día. Os prometo que será emocionante.
Desde el papel de las paredes, algunas aves del paraíso comenzaron a brillar, iluminadas por los primeros rayos de sol.

En la calle, la multitud colapsaba ya las calles aledañas. Nadie hacía un solo ruido, nadie pronunciaba una palabra, ni siquiera los padres que entregaban bolsas diminutas a sus niños y les explicaban, con gestos, cómo lanzar el plumón cuando llegara el momento.

Y el momento, por supuesto, llegó. Las sirenas de la policía, irritantes, resonaron desde lo profundo del barrio y una misteriosa conciencia colectiva dio la señal de lanzar al aire el contenido de los sacos.
―No os mováis de vuestro sitio ―se oyó aconsejar a varias personas―. No os mováis, peligro de avalancha.
Para entonces, la nada ya se había desatado en el lugar: en la tormenta de satén, desaparecieron los edificios, las aceras, las personas… el muro. Desapareció también el sufrimiento, la angustia por mantener tu vida y tu casa; desapareció la rabia sarcástica de la anciana, que sonrió a los policías que la humillaron. Durante mucho tiempo, todo desapareció bajo la acción repetitiva de agarrar plumas y lanzarlas. Cuando el paisaje urbano volvió a dibujarse, el gentío corrió en todas direcciones, huyendo de los antidisturbios, que avanzaban sobre un manto blanco.

―¿Cuándo se supone que os van a escuchar? ―preguntó Mar a nuestro anfitrión tras reunirnos de nuevo en el hostal.
―A mí me gustaría escucharos antes a vosotros, en directo―respondió él―. Nuestra lucha va para largo, pero la vuestra… He oído la maqueta que me disteis y os veo capaces de romper los esquemas de vuestro arte. Vais a hacer cosas que nunca antes se habían escuchado.

Ésta es la historia de una gira que no tuvo lugar. La gira de un grupo aún principiante en la que aprendimos cosas insólitas y nos enfrentamos cara a cara con ese monstruo intangible que es la frustración. Cuando la torre gótica volvió a desvanecerse en la calima, sentimos que algo importante se nos quedaba atrás. Tal vez un pedazo de nuestras almas siga madrugando todos los días para luchar contra el muro, para evitar la destrucción de su barrio, para no desaparecer en el rumor interminable de las obras.


sábado, 2 de junio de 2018

Atrapados por el muro de la vergüenza

Una torre gótica emergió de pronto entre la calima. Las líneas de palmeras, los apartamentos y los demás objetos del paisaje no eran sino fantasmas, dibujados al carboncillo sobre un lienzo de arena.

Vinimos a esta ciudad con la intención de dar un concierto. La inexperiencia ―porque esto ocurrió hace mucho tiempo― nos llevó a confiar nuestra gira a una voz telefónica. A su dueño jamás le estrechamos la mano, ni tampoco le miramos a los ojos para tratar de adivinar un gesto de engaño o una muestra de honestidad. Su existencia era tan difusa como cualquiera de los frutales aparecidos a ambos lados del asfalto.


Según tomamos las primeras calles del extrarradio, nuevas estructuras comenzaron a inquietarnos: dos altos y extensos muros a medio construir delimitaban un espacio interior, algo así como una amplia avenida, de la que a duras penas se divisaba algo. Las indicaciones del GPS nos fueron acercando cada vez más a uno de estos muros, que amenazaban con despojar de su espacio vital a los pisos de las inmediaciones.

―Parece que ha habido una batalla campal ―exclamó Javier, nuestro bajista, con esa solemnidad que le sale a veces.
La causa de su comentario se hallaba en los escombros, que a veces crujían bajo las ruedas de nuestra furgoneta; también en los muebles viejos utilizados para alzar barricadas, los pedazos de hormigón derribados a golpe de maza, la desnudez de las mallas metálicas, retorcidas por la rabia de muchos seres humanos. ¿Qué clase de vacío pretendían proteger aquellos muros? Los tramos destruidos apenas dejaban ver algo del otro lado, acaso una larga lengua de tierra recién apisonada que avanzaba desde los campos hacia el centro de la ciudad. 

Jorge condujo cada vez más despacio. Desde la radio, Billie Holliday nos interpretó su «Strange Fruit» con amargura, como echando un manto negruzco sobre la devastación que nos rodeaba. Ya que el muro y los bloques de viviendas no estaban trazados en paralelo, el ángulo resultante acabó por engullir la calle. La vía se hizo tan estrecha que era imposible continuar el trayecto en furgoneta.
―¿Y el número 21? ―se preguntó Mar, descendiendo del vehículo y caminando hacia el último portal―. ¡Éste es el 17!

La calle continuaba, efectivamente, en forma de angosto corredor. Los vecinos de esta parte de la vía estarían condenados a vivir en penumbra, sepultados por un muro que podrían tocar desde sus terrazas, sin apenas extender el brazo. David, curioso, se adentró en este tramo, y vio los portales, la acera, una porción de la antigua calzada interrumpida abruptamente por la pared de hormigón; vio también a una niña que mecía a un hurón entre sus brazos. Al notar la presencia de un desconocido, el animal se precipitó al asfalto y persiguió a nuestro batería durante algunos metros. Pero su periplo no terminó ahí.

Cuando regresó con nosotros, se encontró con que unos policías nos estaban increpando.
―¿Por qué han accedido al corredor? ¡No pueden acceder al corredor sin autorización!
―Buscamos una sala de conciertos…
―¡No hay salas de conciertos! ¿No lo han entendido? Está prohibido estar aquí…

Y, entonces, repararon los guardias en la indumentaria de David, con su gabardina de cuero negro y sus cadenas. Sin más dilación, pretendían llevárselo a comisaría, convencidos de que aquellas «armas» podrían utilizarse para destruir las instalaciones. Con toda la soberbia del mundo habrían conseguido su propósito si no fuera por la intervención de un hombre minúsculo, de apariencia andrógina y genio desatado, que salió del portal número 15 para discutir con ellos. Lo retuvieron, miraron su documentación con escrúpulo, intentaron ponerle agresivo con tal de tener una excusa para arrestarlo. Nada. La bravura inicial se hizo hielo, de modo que los hastiados agentes acabaron por comunicarle una denuncia; una más ―luego lo sabríamos― de la más kafkiana de las colecciones.

El cálido abrazo que quisimos dar a ese hombre por su ayuda se vio truncado por una sola frase, llena de sequedad.
―La sala de conciertos cerró.
Su aparente antipatía no impidió, sin embargo, que nos condujera a una pequeña pensión, regentada por él mismo, donde nos alojaríamos aquella noche.
―Hemos reservado en otro hotel, dos calles más arriba…
―Ese hotel ya no existe. Ni tampoco las dos calles.

Mientras aquel hombre nos contaba la historia de los muros, de su devastador avance y de la ignota avenida interior, fuimos conducidos a través de escaleras y pasillos llenos de antigüedades. Los objetos más insólitos se apilaban en cada rincón… Un teléfono de tubos, un balancín de madera con forma de caballo o una enorme muñeca vestida de satén con la que el bisabuelo de nuestro anfitrión habría jugado sin temor al qué dirán, ya que «en otro tiempo, los juguetes eran un bien escaso y no te quedaba más remedio que valorar lo que tenías».

Nos instalamos ligeramente hacinados en una habitación de cinco camas. Desde el papel grana y dorado de las paredes, unas maltrechas aves del paraíso parecían esperar la noche para salir del estampado y perturbar nuestros sueños. Todo estaba ligeramente ennegrecido, pero no por la mugre, sino por el tiempo.

En un momento dado, convenimos en que era necesario llamar al misterioso organizador de la gira para cantarle las cuarenta. Con el manos libres puesto, Héctor le detalló cada punto de nuestra delirante historia, sin mostrar enfado alguno. Al terminar, un profundo silencio se hizo al otro lado de la línea.

Continuará...


Elementos del fotomontaje:

1. Mar Souan:  © Clara Paradinas
2. Catedral de Colonia:  © pxhere.com