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miércoles, 22 de febrero de 2017

El día que la música volvió a las aulas

Creíamos que sólo acudíamos a una entrevista de radio. Sin embargo, lo que en principio parecía un ejercicio rutinario se iba a convertir en una gran experiencia. 

Tal vez, el gran error sea tomar como rutina esa operación por la cual, un periodista se interesa por tu trabajo y te abre las puertas de su casa. Cada conversación con un reportero, un locutor de radio o un seguidor, es única e insustituible.


Son las 9.56 de la mañana y nos encontramos ante el complejo Ritmo y Compás de Madrid. Es decir, todos menos Héctor, que, llegando tarde, está a veinte minutos andando de allí. Un amable desconocido, con idéntico destino que nuestro teclista, se ofrece de buena gana a acompañarlo durante el camino, ayudándolo a llevar sus bultos desde las frenéticas avenidas de Mar de Cristal hasta el citado complejo. Pese al nombre del barrio, tan evocador de límpidos rascacielos, predominan en la zona el hormigón y los parques parduzcos, con todos sus ramajes mustios, castigados por el hielo.
—No te preocupes —afirma el hombre—. Esto no es ningún esfuerzo para alguien que se ha pasado años montando antenas en Colombia.

Según se suceden las anécdotas, comienza a emerger del paisaje una tosca mole de color ceniza, algo así como un polígono industrial construido verticalmente, hallándose sus naves compactadas en una misma estructura de varios pisos. Las instalaciones de Ritmo y Compás ocupan sólo una porción de esta arquitectura monstruosa.
—Juanito es un tipo muy grande, ya lo verás —comenta el acompañante de Héctor en referencia a Juan Rodríguez, el locutor de LH Radio que nos va a entrevistar. Aunque ya sólo quedan unos metros para atravesar la puerta abierta del estudio, nuestro amigo tiene tiempo para referir algunas anécdotas más, enumerando las celebridades de la música con las que te puedes cruzar en estos mismos pasillos.

Por fin, los rostros familiares de los compañeros de Neverend emergen de la luz tibia de un local. Un cálido anfitrión tiende la mano al recién llegado y sonríe con placer cuando le explicamos que los bultos forman parte de un «Plan B», un pequeño concierto de piano y voz, alternativo al acústico habitual, con el que obsequiaremos a los oyentes del programa.

Una de las cosas que más nos agrada de nuestra conversación con Juan —tanto dentro como fuera de antena— es su facilidad para dejarse sorprender con nuestras historias y excentricidades. Realmente, tiene esa capacidad para hacernos sentir especiales, uno de los grupos más originales que haya pisado jamás este estudio. Lo sabemos: una sensación así no tiene por qué corresponderse con la realidad. Sin embargo, el mero hecho de transmitirla ya es un paso muy importante, pues la calidad de la entrevista decae si el invitado no está cómodo.


Finalmente, tras regalarnos un CD oficial del programa y estrecharnos las manos, Juan se despide así de nosotros:
—Ha sido un placer, chicos. Nos vemos el 3 de Febrero.
Una sombra de duda, como proyectada por un ave que vuela rauda, pasa ante nuestros ojos.
—Lorenzo no os lo ha dicho todavía, ¿verdad? —observa nuestro anfitrión al percibir cómo nos miramos entre nosotros, sin comprender sus palabras.

La historia, en efecto, continúa ese lluvioso 3 de Febrero. El cielo cerrado hace que los barrios de Alcorcón se envuelvan en un impermeable de penumbra. Por las alturas, algunos jirones de niebla se desvanecen, solitarios, en el laberinto de chimeneas y antenas.

Según nos han dicho, venimos a un evento promocional. Sin embargo, lo que nos espera tras los muros del Instituto Parque Lisboa es una experiencia mucho más valiosa. Apenas hemos tenido tiempo de descargar las cosas cuando, a la señal del timbre, un mar de adolescentes comienza a enredarse en madejas caóticas, protegiéndose en vano del mal tiempo o esperando su turno para comprar el desayuno en la cafetería.

Como embriagados por una extraña nostalgia —¡qué tiempos los del instituto!—, somos conducidos al salón de actos, entre cuyos bastidores resuenan las voces de Juan Rodríguez y Álex, de La Ley de Mantua. Sobre el escenario se ha conformado ya el ineludible paisaje de cables, micrófonos, mesas de mezclas y todo lo necesario para emitir un programa de radio en directo. La cantante Marta Mailén y Lorenzo, mánager de todos los artistas hoy citados, no tardarán en llegar.

Estamos a punto de participar en una jornada en la que los alumnos del centro, abarrotando el auditorio, podrán establecer contacto con músicos y también con el mundo de la radio. Los jóvenes no sólo asistirán a una suerte de pequeño festival en acústico, sino que podrán charlar con los artistas, conocer su mundo y sus inquietudes.


—Éste es un instituto bilingüe, así que os voy a lanzar un reto —propone Mar cuando nos llega el turno de actuar—. Vamos a tocar una canción que se llama «Unavoidable» y, cuando terminemos, tenéis que decirnos de qué va.
—La canción habla del miedo —afirma un alumno de la primera fila después de haber mostrado especial interés en la escucha. Su respuesta es mucho más firme que las de sus compañeros. El miedo. Dado el carácter intrigante de nuestras letras, las respuestas de estos jóvenes, en proceso de formarse, de forjar su personalidad, son profundamente originales. Y también brutalmente honestas.

En otro punto de la mañana, Juan, como presentador y moderador de la tertulia radiofónica, lanza otra pregunta:
—¿Cuántos de vosotros ha ido o va habitualmente a conciertos?
La gran cantidad de manos levantadas nos emociona y nos hace pensar en la prohibición que, hasta hace muy poco, impedía a los menores de edad entrar en salas de conciertos.

Tal vez por estos instantes, por esta clase de cuestiones que compartimos con los jóvenes o por la naturaleza misma del evento, se nos antoje que hay algo de reivindicación en él. Se reivindica el libre acceso de los jóvenes a la cultura; se reivindica también que, en un país castigado por infames reformas educativas, donde la enseñanza musical se arrincona cada vez más al fondo del desván, los alumnos puedan conocer de primera mano a músicos y compartir momentos de creatividad con ellos. Tal como nos decía un seguidor a través de Facebook, «el hábito de acudir a actos culturales se debe enseñar también».

La guinda del día la ponen los propios alumnos cuando, de forma completamente natural, desobedeciendo incluso las indicaciones de sus profesores, se agolpan alrededor de los músicos con sus cuadernos en la mano: es hora de firmar autógrafos.


No debemos ignorar el hecho de que cada artista escribió dedicatorias para jóvenes muy distintos. De pronto, reparábamos en que cada uno de nosotros había cosechado su propio público y que, por ejemplo, las chicas y chicos populares no acudían a los mismos artistas que firmaban para los alumnos aplicados. 
Hemos de confesar que aquéllos que se identificaron con nosotros tenían que ver más con este segundo grupo. Casi podías intuir en sus miradas una cierta sensibilidad: tal vez, iban a actividades extra-escolares y tenían ambiciones mayores que las de otros compañeros. A algunos de ellos les vimos subir después al escenario, empuñando un instrumento musical.

Fuera, continúa cayendo un aguacero estremecedor. Sin embargo, algo cálido se nos ha quedado dentro, pues no parece importarnos demasiado que las cortinas de agua empapen nuestro pelo y se estrellen contra las fundas de los instrumentos. Pacientemente, los vamos guardando en los coches.

Quizás este día nos ha traído recuerdos, vivencias antiguas, o quizás nos hemos concienciado de la necesidad de hacer incursiones educativas como ésta, de mojarnos para cultivar con mimo el futuro. En cualquier caso, lo de hoy ha sido mucho más que un evento promocional, mucho más que una mera entrevista concedida un frío día de invierno: al fin y al cabo, ¿quiénes somos nosotros para tachar de rutina todo lo que una mano tendida, todo lo que una voluntad inquieta nos puede ofrecer?

miércoles, 18 de enero de 2017

Cinco horas con Marillion: viaje al corazón del laberinto

Desde que Jorge salvó al cantante de The Mars Volta de caer al foso de la Riviera, un aire de rock progresivo se ha ido colando por los resquicios de Neverend. Si bien no somos una banda que practique dicho estilo, aquella mano tendida en el momento justo pareció contagiarse de un cierto hechizo, una suerte de encantamiento con el cual, los norteamericanos darían las gracias a nuestro guitarrista por haber salvado su actuación.

Consciente de esta sutil afinidad, Lorenzo, nuestro mánager, no perdió la oportunidad de ponernos en contacto con dos personas significativas dentro de la escena progresiva británica: Steve Hogarth y Steve Rothery, parte esencial de los veteranos Marillion, que recalaban en España para promocionar su último disco «FEAR (Fuck Everybody And Run)».


Todavía rondan en la cabeza de Mar las notas solemnes de este trabajo cuando, a las 9.30 de una mañana de otoño, atraviesa el umbral de un hotel de la calle Alcalá: un edificio de aristas gélidas e interiores pulcros, la viva demostración de que no se puede aparentar lujo y sobriedad a un tiempo sin enrarecer el ambiente.

Un primer café con Lorenzo y Luis Manuel, promotor literario y amigo de Neverend, es el pistoletazo de salida para un día no tan cargado como estas tazas que, recién servidas, humean sobre la caoba. Mar recuerda el café intrincado de sus tiempos de estudiante en Siena: sus compañeras de apartamento lo preparaban de forma que podías mascar los trocitos de café a cada sorbo. Desde entonces, sólo toma té.

Lo bueno de relacionarse con artistas es que la normalidad del día a día se quiebra con sus excentricidades. Así, cuando la cotidianidad de este vestíbulo de hotel comienza a resultar opresiva, aparecen Rothery y Hogarth para hacerla saltar por los aires. 

El primero es guitarrista de la banda desde los tiempos en que ésta se bautizó con un nombre muy tolkenianoSilmarillion. Su calma, su timidez sosegada, contrastan con la locura ―entrañable― de su compañero. Y es que Hogarth, sin perder la indispensable elegancia, se muestra como poseído por un frenesí que lo asemeja a una suerte de duendecillo; un personaje mitológico que, a pesar de su liviandad, siempre está ahí para sacarle al héroe las castañas del fuego.
―Permíteme que alabe tu corte de pelo, Mar ―dice el duende y actual vocalista de Marillion antes de pedir un café. El resto de los presentes, por empatizar, pide su segunda taza.


Durante la entrevista, Marillion nos hablan de la canción «New Kings» y sus implicaciones políticas. Los «nuevos reyes» a los que apelan las letras de esta extensa suite no son sino las multinacionales y los bancos. Como cabía esperar, sale a colación el tema del Brexit:
―Es una pesadilla ―sentencia Hogarth antes de pedir otro café. El resto de los presentes, por empatizar, pide su tercera taza.

Dada la simpatía del cantante de Marillion y la afabilidad de su guitarrista, la entrevista acaba por alargarse. Así, con el tiempo encima, los presentes han de partir a toda velocidad para atender un sinfín de entrevistas de radio: LH Radio, Mariskal Rock, Canal Extremadura… La misión de Mar en todas ellas es valerse de su bilingüismo para hacer de intérprete entre el locutor y los músicos.

Los momentos fuera de antena dan pie a conversaciones más o menos eruditas sobre referencias musicales, pinceladas de esto o lo otro, este o aquel disco de culto y, por supuesto, el Brexit. En Mariskal Rock Radio, Mar rompe sin querer el molde de la conversación al comentar que algunas partes del disco le recuerdan a una escena de «Dentro del laberinto»: aquélla en la que David Bowie entona «Within You» rodeado de escaleras que no llevan a ninguna parte, de corredores que precipitan al transeúnte al vacío. 

Según escucha esto, Steve Rothery no puede disimular las líneas de perplejidad en el rostro. Con su habitual afabilidad, cuenta cómo una sutil presencia le acompañó durante la composición de los temas del disco: era la del propio Bowie, que se le representaba en la mente y le inspiraba nuevos pasajes. Aún se hallaba enfrascado en el proceso de grabación cuando le llegó la triste noticia: el camaleón del rock había muerto.


Nos es imposible contar aquí todas las anécdotas de una mañana tan intensa: los nervios de Pedro Barroso por entrevistar a sus ídolos en su programa de Canal Extremadura Radio, la periodista que se solidariza con Mar al darse cuenta de que son las únicas mujeres en una sala atestada de medios ―«¡Sororidad, Mar!»― o el momento en que Steve Hogarth se encapricha de unos patitos de plástico, diseñados para sostener los menús de un restaurante asiático.

Tras rogar en vano a los camareros que le obsequien con uno de estos patitos, el cantante pide un café para bajar la comida. El resto de los presentes, movido no tanto por la empatía como por la costumbre, pide su novena taza.

Lo bueno de estos días, tan cargados como el café en una residencia de estudiantes, es que se tiene la sensación de haber hecho cosas muy fructíferas: nuevos amigos, nuevas anécdotas que contar, nuevos pinitos en el duro arte de la traducción simultánea… Mar piensa en ello una vez se ha quedado sola, momentos después de despedirse de todo el mundo. Piensa también en Bowie, en Prince, en todos los grandes músicos que nos han dejado el último año, tan pronto y tan de repente.

De forma inesperada, una llamada desde el interior del hotel interrumpe sus reflexiones: la recepcionista agita en su mano una botella de vino de Rioja, un regalo que los chicos de Marillion han olvidado. Ni corta ni perezosa, Mar agarra la botella y corre detrás del coche en marcha en el que los británicos se dirigen al aeropuerto. Un milagro del destino, tal vez un semáforo en rojo, propicia que el automóvil se detenga y, tras la negrura de una de las lunas, aparezca el rostro sonriente de Steve Hogarth.
―Oh, Mar! Thanks a lot!

En la película «Dentro del laberinto» hay otra escena en la que un personaje, liviano pero crucial, aparece para aconsejar a una jovencísima Jennifer Connelly: ella cree que no se encuentra en un laberinto, sino en una avenida que sigue y sigue sin parar. Este personaje, un gusano de un color muy vivo, le sugiere que no dé las cosas por sentadas, pues las múltiples entradas al laberinto están abiertas allí mismo, en los muros, aunque ella no las vea.

Hay algo muy revelador en esta escena. Cuántas veces nos habremos lanzado a un desastre seguro por hacer las cosas mal, por pensar que sólo había que seguir el camino recto en lugar de buscar la entrada del laberinto e internarse en él. A veces, tenemos la suerte de que una voz nos para los pies en el momento oportuno: un amigo, un mánager, alguien en un papel parecido al del gusano de la película o quizás el hechizo que tu ídolo te lanzó a cambio de salvar su actuación ―y quien dice actuación, dice botella de Rioja. ¿Por qué no?