Hay una especie de afinidad poética entre los moteros y los paisajes áridos. Aunque lo esencial es una vía asfaltada sea cual sea la naturaleza de alrededor, parece que el cine, las revistas y, en definitiva, las grandes historias de moteros, nos han acostumbrado a la imagen de la carretera interminable a través del desierto.
Puede que el sur de Madrid no sea precisamente lo más parecido a las planicies de Nevada, pero entre sus baldíos y sus polígonos (de edificios tan ocres como el campo que los rodea), acudimos los miembros de Neverend a una reunión con los organizadores de nuestro próximo concierto. Imaginamos que ya os habréis hecho una idea de cuál es su estilo de vida.
Conducía Jorge, como la mayoría de las veces, y no precisamente una moto customizada, sino un turismo que, a la velocidad habitual en nuestro guitarrista, tomaba las curvas de la carretera secundaria de la forma más violenta posible. Con la aguja del cuenta-kilómetros sometida a esta tortura, no nos fue difícil llegar en un tiempo récord al polígono «Los Caballos» de Humanes de Madrid.
Buscábamos al Ave Fénix y la encontramos rápidamente. Nos referimos al nombre de la Casa Club de los FX MC, una organización motera que hace justo un año pasó de ser un Gang a un Motor Club, una zancada al frente tan importante que han decidido celebrar su aniversario con dos conciertazos y un día lleno de actividades. Las máquinas imponentes aparcadas junto a la nave de la calle Rocinante (nombre épico donde los haya) nos confirmaron que el GPS no se había equivocado.
Recibidos por una junta directiva que nos hizo sentir como en casa, acordamos el plan de actuación mientras lo flipábamos con las instalaciones, que aparte de un buen escenario y una gran barra, incluían una zona VIP dominada por un póster de la película «300». En él, podíamos ver a Leónidas en posición de rebanar cabezas y, la verdad, su mirada era tan fiera que nos hizo sentir que, mientras no saliéramos del recinto, nuestras vidas estarían protegidas por el mejor de los guardianes.
Con reuniones de trabajo tan épicas, uno se olvida de lo difícil que es dedicarse a la música. Sin embargo, la historia no acaba aquí. Continúa el sábado 25 de Junio a las 22.00 con el conciertazo de unos servidores. Si os pasáis con antelación, también podréis disfrutar de nuestros compañeros de cartel The Bleeding Gums Band. Y es que los páramos del sur de Madrid nunca han sido tan salvajes.
Ya venía siendo hora, después de rodar nuestro querido «Silent» por diferentes sitios, de sentarnos todos juntos a componer nuevos temas. Aunque todavía nos haremos de rogar un poco antes de subir al escenario con alguna de estas novedades, la grabación de la maqueta no se ha hecho esperar.
En las fotografías, os enseñamos algunos momentos del proceso en el que estamos inmersos. Como veis, David anda muy atareado a las baquetas; no menos que Jorge, que ha guardado momentáneamente su guitarra con tal de dedicarse a las labores de grabación y mezcla.
Nuestros planes con respecto a esta maqueta no consisten en publicarla tal cual, como ya hicimos con esas demos primerizas que conformaron la muestra de nuestro trabajo mientras no podíamos permitirnos la grabación de un álbum de debut. En una fase en la que continuamos con la promoción de nuestro disco «Silent», la maqueta sirve, por encima de todo, como herramienta de trabajo. Una escucha atenta de lo que hemos grabado nos permitirá corregir esos pequeños errores que se nos han pasado al componer las canciones, así como eliminar cosas que sobran o añadir ingredientes a pasajes que se nos antojan vacíos.
Dentro de un tiempo, cuando llegue la hora de encerrarse de nuevo en el estudio para concebir un segundo álbum de Neverend, una maqueta con más temas que ésta nos servirá como borrador para producir el disco, de manera que, al entrar en la pecera, cada uno de nosotros tendrá perfectamente claro su papel en cada una de las canciones.
Y, respondiendo a vuestra curiosidad por saber cómo suenan nuestras nuevas creaciones, os confesamos, así en confianza, que tal vez cometamos ciertos deslices y filtremos alguna pequeña sorpresa. Dadnos algo de tiempo…
Ha llegado casi sin avisar, sin dar tiempo a sus fans para ahorrar algo de calderilla con que comprarlo. O, mejor dicho, sin dar tiempo para que se gasten el dinero en otra cosa. Nos referimos al último trabajo de Radiohead.
La verdad es que nos tenemos que quitar el sombrero ante las estrategias de marketing seguidas por ciertos músicos, estrafalarias, sí, pero tan eficientes como para lograr que un álbum como «A Moon Shaped Pool», del que varias canciones ya son conocidas, tenga un impacto importante entre el público.
El primer paso para propagar el pánico entre los seguidores de la banda de Oxford, fue eliminar todo el contenido de las redes sociales y dejar su web completamente vacía, como si un error fatal provocara que la pantalla del ordenador se quedara en blanco al acceder a la página. Hubo algunos acérrimos que se olieron la tostada, pues, meses antes, tras haber comprado en la tienda oficial del grupo, recibieron una carta que decía lo siguiente: «Canta una canción de seis peniques que dice “Quema la bruja”. Sabemos dónde vives». Efectivamente, muchos conocían ese «Burn The Witch» desde hace años, pero la verdad sea dicha: qué gran forma de reestrenarla por todo lo alto.
Otro de los temas del disco, «Daydreaming», se complementa con un videoclip dirigido por Paul Thomas Anderson, ese cineasta que no cesa de sorprendernos con marcianadas como «Magnolia» o «Pozos de ambición» y cuya colaboración con el grupo no es fortuita en absoluto, ya que su guitarrista y teclista Jonny Greenwood ha compuesto la banda sonora para varias de sus películas.
Recompensar generosamente
Por fin, después de haber superado todas las pruebas de esta yincana propuesta por Radiohead, contamos con su último disco disponible en una página abierta exclusivamente para comprarlo, de momento en teledescarga, si bien se nos invita a esperar hasta Junio para adquirir lujosísimas ediciones en LP y libro-CD. Y, para no dejar ningún cabo suelto, en la carpeta del vinilo nos tendrán preparada una tarjeta con un código para descargar el disco, suponemos que de forma gratuita. Hay que ver cómo están en todo.
Así que, ya veis... Si lo pensamos bien, tenemos mucho que aprender de las estrategias de una banda de art-rock que supera con creces las cifras de ventas de cualquier otro grupo de su estilo. Confunde a tu público, pero déjale un rastro de migas para que, en medio de tal confusión, pueda seguir el sendero que tú, y no otro, le has marcado. Y, lo más importante: al llegar a la meta, sé muy detallista con los premios.
Talibanismo musical. Nos llama la atención este concepto que, con toda la ironía del mundo, ha inventado un bloguero amigo nuestro para referirse a la actitud de algunos consumidores de música; los cerrados, los empeñados en adorar ciertas bandas o estilos mientras desprecian otros sin haberlos escuchado siquiera.
Tal vez seamos algo inocentes al pensar que, a día de hoy, ya no se dan casos tan extremos como en aquellos grupos de amigos de los ochenta, pues nuestros padres nos han contado alguna vez eso de que, por un lado, estaban los heavies y rockeros, amantes de Barón Rojo, los Judas, los Purple… y, por otro lado, los modernos, asiduos de Depeche Mode, Pet Shop Boys y demás grupos que usaban cacharritos en lugar de «instrumentos de verdad».
Queremos pensar que, con el paso de los años, la aceptación de las innovaciones musicales y la evolución de la tecnología al servicio de los músicos, han acabado por hacer que aquellos estilos que parecían imposibles de emparejar, se den la mano sin gran polémica por parte del público. Y es que, hoy día, a nadie le escandaliza que una banda de rock utilice sintetizadores o secuencias programadas, o que un artista electrónico agarre una guitarra y se marque unos riffs metaleros… De acuerdo, quizás nos estemos pasando un poquito. ¿Seguro que esa aceptación no tiene límites? ¿Acaso ya no existe gente convencida de que, para hacer música electrónica, solo hace falta apretar un botón y esperar a que la máquina produzca una canción por sí misma?
Queremos hablaros de dos bandas de rock que nos gustan mucho y que, habiendo convertido la pincelada electrónica en marca de la casa, han desconcertado últimamente a sus fans por utilizar este medio más de lo acostumbrado.
Skunk Anansie: son rockeros, son inclasificables; son el ejemplo perfecto de banda que ha triunfado por escapar de todas las etiquetas del mundo. En su caso, el elemento electrónico se cuela en sus discos de manera más o menos tímida, y, no nos vamos a engañar, la cosa queda muy bien. Sin embargo, ¿qué pasa con su último álbum, «Anarchytecture», que nos ha dejado pensativos a todos?
De entrada, escuchamos un primer tema que parece encaminado descaradamente al baile y, durante todo el disco, van surgiendo aquí y allá pasajes con cajas de ritmos, sintetizadores ácidos y alguna atmósfera densa. No hace falta mucho más para desorientar a los fans del grupo británico, por mucho que sigamos encontrando canciones que nos recuerdan a los Skunk Anansie guitarreros de toda la vida. Que conste que a nosotros nos parece un disco formidable.
Muse: en la banda de Matt Bellamy, hay sintes, arpegiadores y demás cachivaches desde sus inicios, y, francamente, jamás habíamos conocido un grupo que tuviera tanto éxito siendo tan difícil de etiquetar. Bueno, en realidad, jamás habíamos conocido un grupo tan bueno. La pregunta incómoda, que muchos os haríais en su momento, viene ahora… El penúltimo álbum, «The 2nd. Law»… ¿En qué demonios pensaban?
Fue un vídeo promocional, aparecido con mucha antelación al disco, el primer paso para sembrar el pánico. Y es que en el pedacito de música que nos regalaron, no encontrábamos guitarras, ni bajos llenos de efectos ni tampoco la voz de Matt. Solo oíamos… ¡Dubstep! ¡Un tema de dubstep! El género electrónico de moda a principios de esta década, la música que todo el mundo escuchaba, imitaba y trataba de mezclar con sus temas caseros para que sonaran modernos, hasta que tanta modernez se volvió rancia. Estamos seguros de que la paranoia llevó a muchos fans a defenestrarse. Otros rajaron y despotricaron de lo lindo en sus blogs. ¡Muse haciendo dubstep! ¡Qué barbaridad era aquella! Sin embargo, los que prefirieron esperar la salida del álbum antes de opinar, se encontraron con un disco plagado de samples, palmas enlatadas, bajos sintéticos… y, por suerte, no demasiado dubstep. De cualquier modo, el debate sobre la deriva de Muse estaba servido.
Seguramente, podríamos hablaros de muchas más bandas, de cualquier época y estilo (The Beatles, ahí queda eso), que brillaron por meter arreglos electrónicos en un espacio normalmente reservado a guitarras, bajo, batería. Es más, podríamos opinar como otro buen amigo nuestro, metalero como el que más, sosteniendo que, sin música electrónica, el rock no existiría. Pues, ¿qué sería de nuestros riffs y nuestros solos sin pedales de distorsión, flangers, ecos, wah-wahs…? No hablamos de electrónica simplemente porque todos estos cacharritos necesiten enchufarse, sino por ser instrumentos esenciales dentro de la mayoría de estilos electrónicos. Está visto que el rock, de una u otra manera, se ha nutrido de la música electrónica –y viceversa– desde el principio de los tiempos.
¿Os acordáis de esta foto? Muchos de los seguidores que estéis atentos a nuestras redes sociales seguramente lo hagáis, si bien es cierto que algunos podríais no reconocer a nuestra cantante Mar Souan antes de su cambio radical de look. El amigo tan solemnemente posado en sus manos es Mongui, el joven azor que formó parte del reparto de «Silent», nuestro último videoclip. El trabajo, dirigido por Víctor Perezagua, se publicó el pasado viernes 26 de Febrero.
El rodaje de «Silent» reunió a un amplio equipo técnico y artístico, que incluía a tres actores, script, director de fotografía, operadores de cámara, personal de iluminación, maquilladora, fotógrafas que documentaron el proceso y cetreros.
El texto de «Silent» es la llamada a la rebelión contra un elemento opresor. De manera alegórica, se relata cómo un pueblo, que ha aguantado años de opresión y obligado silencio, que nunca se ha atrevido a reclamar lo que le pertenece, se pone por fin en pie dispuesto a romper esa suerte de muro callado que le separa de su libertad. La letra anima, incluso, a utilizar ciertas «armas» y tácticas de guerra, tales como el fingimiento de la derrota –«finge tu caída», se dice en la canción– para engañar al enemigo.
Puesto que cantamos en clave de metáfora, disponemos de toda la libertad del mundo para hacer la interpretación que deseemos. A la hora de llevar la alegoría a la pequeña pantalla, se decidió que el pueblo oprimido estuviera representado por cuatro personajes aislados, encerrado cada cual en su pequeño universo, y que la opresión no fuera ejercida por una figura o grupo autoritario, sino por adicciones, a saber, la adicción al trabajo, a la tecnología y al culto corporal acompañado de sustancias artificiales para aumentar el rendimiento.
En esta historia, nuestro joven azor es un símbolo utilizado para sintetizar el argumento del vídeo, ya que, mientras los personajes son presos de sus adicciones, él permanece encerrado en una jaula y, cuando aquellos consiguen liberarse de las mismas, éste emprende el vuelo fuera de su celda.
Merece la pena dejar constancia de que, fuera de la ficción, nunca existió tal celda. En todo momento, el pequeño Mongui fue libre, obedeciendo tan solo a los criterios aprendidos durante su aún corto entrenamiento de cetrería. Para crear la ilusión de una jaula, se colocó el fragmento enrejado de un carro de la compra delante del objetivo.
Meses después del rodaje, llegó a nuestros oídos una triste noticia que se nos antoja augurada por el propio relato de «Silent». Por lo visto, el joven Mongui hizo caso del llamamiento expresado en la canción y decidió emprender el vuelo fuera de sus muros, esta vez de forma literal. Sus entrenadores trataron de recuperarlo en una peligrosa persecución en la que se vieron obligados a cruzar a pie una autovía. Desgraciadamente, las piernas humanas no sirven de mucho cuando se trata de alcanzar a un ave en pleno vuelo, impulsada sin remedio por el instinto de cazar.
El dolor ante esta noticia sobreviene cuando somos conscientes de que un azor tan joven no posee, aún, las habilidades necesarias para cazar y sobrevivir en el medio natural, muy a pesar del esmero con que los cetreros enseñan a sus animales las técnicas necesarias para conseguir alimento sin intervención humana.
En ocasiones, en Neverend nos hemos dado ánimos imaginando la llegada de Mongui a algún monte rebosante de caza, un lugar idílico donde el ave pudiera obtener fácilmente su sustento. Esté donde esté, siempre dispondremos del mejor de los álbumes para recordarlo, un álbum con imágenes en movimiento donde lo contemplamos tan esplendoroso como callado, a la espera –sin que nosotros lo supiéramos– de romper su silencio.
Muchas bandas de rock nóveles –y no tan nóveles– que luchan por hacerse visibles, contemplan cotidianamente la necesidad de participar en diversos concursos musicales; certámenes que enfrentan a unos grupos contra otros por un premio más o menos interesante. Las condiciones de estos encuentros suelen consistir en adaptar el repertorio a un tiempo comprendido entre los treinta y los cuarenta y cinco minutos, conseguir reunir ante las tablas a un mínimo de cuarenta seguidores y compartir escenario con otras tres o cuatro formaciones.
En nuestro caso, la motivación para participar en un concurso, más que las promesas de lograr la ansiada recompensa, recae en la oportunidad de tocar en salas interesantes, la promoción derivada del concurso, los medios de comunicación que convoca y, en definitiva, la posible difusión de nuestra música.
Lo cierto es que no son pocas las desventuras que hemos acarreado tras pasar por varios eventos de este tipo. Sin embargo, confesamos haber obtenido resultados bastante satisfactorios dentro del concurso Ingenios de la madrileña sala Caracol. Nos tiramos a esta piscina sin tener una idea clara de que, en realidad, consistía en una competición. ¡Era la sala Caracol! No necesitábamos mejor recompensa que el hecho de actuar allí.
Fue así que un cálido día de Mayo tocamos en una primera fase. La velada requirió el viaje transpirenaico de nuestra cantante Mar Souan, que en aquel momento vivía en París y que, dicho sea de paso, pensó que esa pequeña molestia en su garganta no sobreviviría al clima seco de la España continental. Craso error. Una especie de epidemia parecía haberse gestado en las laringes de los vocalistas participantes en el concurso, disculpándose tres de las cuatro bandas por la voz algo tocada, que no desastrada, de sus cantantes.
La prueba de sonido es uno de los retos importantes de estos concursos. Si ya es complicado ajustarse a los tiempos de las hojas de ruta con dos bandas –como suele ser habitual en un concierto convencional–, imaginad con cuatro: al batería de una banda le incomoda la ubicación del charles, el guitarrista de otra se niega a utilizar un amplificador que no sea el suyo, un cantante no está conforme con lo que escucha por su monitor pero otro sí lo está… Si a todo esto le sumamos la falta de puntualidad de algunas personas, problemas técnicos con los equipos y un sinfín de posibles contratiempos, poseemos los ingredientes necesarios para sembrar el caos y la histeria generalizada, incrementando así las posibilidades de ofrecer un directo fallido por culpa de los nervios.
No obstante, una vez superado el trauma de las pruebas de sonido, tan solo queda centrarse en el concierto que se tiene por delante. De esta manera, hemos logrado sobreponernos a las adversidades y actuar con toda nuestra fuerza e ilusión en la sala Caracol. En Neverend, solemos darle la puntilla justo antes de empezar, cual equipo de rugby, con un choque de puños entre nosotros y un «grito de guerra» que no reproduciremos aquí para no herir sensibilidades.
El resultado fue un gran concierto y una velada fantástica en la que entablamos, por si fuera poco, una entrañable amistad con alguna de las otras bandas. Este último factor tira un poco por tierra el presunto afán de competitividad entre grupos; una competitividad que, para nosotros, no tiene mucho sentido, pues la unión hace la fuerza.
Toda banda que se precie atesora anécdotas más o menos peculiares de sus comienzos… Los primeros conciertos, la primera gira, la primera vez que alguien arrojó una hortaliza al escenario o vitoreó al grupo mientras mostraba orgulloso una camiseta con el nombre del mismo a las otras diez personas presentes en la sala. En Neverend no son pocas las historias, entrañables al fin y al cabo, que nos sonrojan. Sin embargo, recordamos con especial cariño -y ningún rubor, pues fue una experiencia inolvidable- la primera vez que salimos a tocar fuera de Madrid. Nuestro destino fue la localidad cántabra de Torrelavega.
Debemos destacar la especial implicación de Mar Souan en la organización del evento, ya que los veranos pasados con la familia en esta tierra le han granjeado un buen puñado de amigos, por no hablar del alojamiento gratuito al que los parientes de nuestra cantante nos abrieron las puertas.
Las estaciones meteorológicas marcaban un sofocante 90% de humedad cuando la pequeña furgoneta que habíamos alquilado se presentó en una aldea bastante apartada de la ajetreada Torrelavega. Minutos después de nuestro alunizaje en tan recóndito lugar, un pletórico David, nuestro batería, nos informó de que un coche que había pasado a su lado llevaba puesto a todo volumen nuestro tema «Apocalypse», por aquel entonces solo existente en maqueta. ¿Realidad o ficción? ¿O tal vez buenas amigas de la cantante que pasan con el coche en el momento y con la música oportuna? La ilusión de internacionalidad cántabra no tardó mucho en disiparse.
Tampoco faltó el recorrido turístico de rigor por el pueblecito, adoptando Mar un conseguido rol de reportera de «España directo», antes de ser conducidos a la casa rústica donde pasaríamos el fin de semana envueltos en jirones de niebla, una maravillosa vista de la lejana Universidad de Comillas y el canto de decenas de gallos. En la entrada, una gloriosa barandilla, diseñada expresamente para la casa, nos daba la bienvenida con su forja en forma de pentagrama sobre el cual se engarzaban esas celebérrimas notas de la Novena Sinfonía de Beethoven.
Al caer la tarde, nos desplazamos a la pequeña sala Arena de Torrelavega. Nuestros compañeros de cartel se hacían llamar MerylStreep, un cuarteto de muy marcada estética indie en el que tres jovencísimas santanderinas se hacían cargo de guitarra, bajo y voz principal, mientras que el batería, no menos joven que sus acompañantes, constituía la única presencia masculina del grupo. Ya en la prueba de sonido, hubo un momento muy original cuando el técnico de sonido preguntó a las chicas si tenían teclista. «Sí», respondió la aludida mientras sacaba del bolso un minúsculo teclado de juguete con un estampado de la rana Gustavo y el logotipo de «The Muppets» en vistosas letras doradas.
Después de aquella magnífica velada, salpicada toda ella de un cierto aroma almodovariano, nos dio mucha pena no poder quedarnos un rato más a tomar unos cachis de vino con nuestras compañeras, que tuvieron que regresar con cierto apresuramiento a la distante Santander.
No obstante, lo que más nos dolió fue que también nuestro guitarrista, Jorge Campos, tuviera que pasar la noche conduciendo, pues al día siguiente debía hallarse en Madrid por motivos laborales. A punto estuvo de perpetrar un plan para bañarnos en la playa de Comillas a altas horas de la madrugada pero, a día de hoy, todavía nos queda pendiente poner en práctica dicha aventura.
En vista del vacío que Jorge nos dejó en las fotografías de la estancia en Cantabria, no dudamos en reservarle un hueco en las tomas, de manera que, posteriormente, pudimos insertarlo con Photoshop y hacernos la ilusión, no sin poco regocijo, de que realmente estuvo allí.